Amparo Dávila. Bordar el abismo |
Conocí a Amparo Dávila hace ya muchos años; entonces, su preocupación estaba más encaminada a sacar a sus hijas adelante. Parecía que la literatura descansaba, intocable, en sus libros. La observaba con curiosidad: menuda, bajita, con la voz entrecortada y aquellos ojos claros que competían no sólo con la belleza de los de su gato sino con el enigma de su fuerza. Había algo en aquellos ojos que parecía que a veces miraban otro mundo. Era una mujer atractiva y con personalidad.
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Carta a Mariana Anguiano, su hija.
Marina querida:
Es difícil despedir a los padres porque siempre queda en nosotros no sólo la pérdida sino un diálogo pendiente o inconcluso; por eso, nuestro dolor es doble: ha aumentado por todo lo que no pudimos decir, no llegamos a escuchar o no logramos interpretar.
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Un colectivo de dos que fueron tres: “La mustia alegría” |
Silvia Molina
Antes de conocer a María Luisa Puga había leído Inmóvil sol secreto, sus primeros cuentos publicados recién llegó a México, luego de vivir diez años fuera del país. Era un volumen pequeñito, fresco y conciso, de aquellos memorables de La máquina de escribir. De ella no sabía nada, pero me había gustado su manera de contar, su forma de describir los problemas de la pareja, el mar y las islas del Mediterráneo. Entonces busqué Las posibilidades del odio que había publicado Siglo XXI. Leer la vida en África, o mejor dicho, la manera en que una escritora mexicana veía la vida en África, me sorprendió. María Luisa regresaba a México con una novela fuera de lo común y con una forma de contar propia. Al hablar de otro continente me había obligado no sólo descubrirlo sino a reconocer la vida de mi país. Se me hizo una hazaña que ella hubiera cumplido el sueño de los escritores de aquella época que era salir del país para escribir; y, más, que lo hubiera logrado. María Luisa Puga se había forjado así misma en el extranjero.
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Rafael Ramírez Heredia, un personaje singular |
Silvia Molina
Fue en los ochentas, en Cuautla. José Agustín había organizado un encuentro de narradores, y ahí estaba Rafael: delgado, bigotudo, ceja arqueada, con una calvicie incipiente, intenso. Oí que cantaba rancheras y que había toreado, que era coqueto con las mujeres. No se separaba de Hernán Lara Zavala, quien con el tiempo llegaría a ser su compadre. Por él, por Hernán, me acerqué.
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