Carta a Mariana Anguiano, su hija.
Marina querida:
Es difícil despedir a los padres porque siempre queda en nosotros no sólo la pérdida sino un diálogo pendiente o inconcluso; por eso, nuestro dolor es doble: ha aumentado por todo lo que no pudimos decir, no llegamos a escuchar o no logramos interpretar.
Tuviste por padres a dos seres excepcionales, porque ambos fueron creadores y seres de espíritu fuerte y obstinado empecinamiento. Por tu madre, Águeda Pía Fernández, vasca y republicana, no he sentido sino admiración, desde que supe que había sido durante cinco años secretaria de Alfonso Reyes, cuando fue nombrado director de la Casa de España que luego se convertiría en El Colegio de México. Vida es destino, dicen por allí. Aquella muchacha española, luchona como ella sola no en balde su padre la llamaba "La Corsa", que había llegado a México en 1939 huyendo del dolor de la guerra civil, tomando según sus propias palabras "el camino de la libertad del pensamiento", encontró en don Alfonso, la estrella que la guió durante un tiempo. Don Alfonso fue para ella no sólo quien le daría trabajo, sino un mentor que la introdujo de lleno en el ambiente al que ella pertenecía por derecho propio: por un lado, al de los intelectuales españoles refugiados en México; y, por el otro, el medio artístico de los años cuarenta. Además, como sabemos, para Reyes, Águeda fue siempre aquella "hormiguita" que además de ayudarle en su trabajo había pasado a ser una muchacha cercana también para sus amigos: Enrique Díez-Canedo, León Felipe, que le diera un espacio en el suplemento de El Nacional, José Gaos, y Joaquín Xirau, entre otros.
México, el mundo nuevo, llamó doña Águeda sus notas sobre su partida de España hacia México a bordo del Mexique en el que viajaba sola y del que no quería bajarse en el puerto de Veracruz, sino que se echaría a llorar de congoja por lo desconocido de su futuro. ¿Cómo no se iba a templar para la vida una joven, que como periodista había trabajado por la causa republicana, y quien dejaba atrás a su familia y a su país y pisaba un mundo desconocido con sólo una carta de recomendación en la mano? Después, no sólo sentí admiración sino respeto por doña Águeda, cuando leí, hace ya varios años, su autobiografía Una mujer en vilo; título que tomó en parte prestado de un libro que iba a escribir su padre, pero que no escribió, porque le pareció que ella había sido eso precisamente: una mujer sin estabilidad y sin el apoyo necesario, una mujer en zozobra constante.
En Una mujer en vilo, asistimos a la vida de una joven de familia acomodada que por la guerra tiene que vivir en Francia y que cuando regresa de Francia enfrenta la guerra civil española no sólo con valor sino como quien sostiene de diversas formas (y sobre todo moralmente ) a su madre y sus hermanos más pequeños, y que más tarde se adapta a su nueva circunstancia de exiliada en México, de trabajadora en México y más tarde esposa de un pintor a quien consagró muchos años de su vida, haciendo a un lado la suya. Ya en México, poco a poco doña Águeda va haciendo amigos y encuentra no sólo trabajo en su nuevo país sino una vocación como crítica y promotora de arte en la revista Rueca que surgió en la Facultad de Filosofía y Letras en la década de los cuarenta (1941-1948) por iniciativa de Carmen Toscano y Emma Saro, alentadas por Alfonso Reyes y Julio Torri, quienes sin duda pusieron a doña Águeda en contacto con las activas socias de la revista en la que también colaboraron Enrique González Martínez, Francisco Monterde y Artemio de Valle Arizpe, entre otros muchos escritores importantes, y María del Carmen Millán, Pina Juárez Fraustro y Ernestina de Champourcin (citada en Una mujer en vilo).
En la revista Rueca, doña Agueda escribió, por poner unos ejemplos, sobre el trabajo de Raúl Anguiano, Ricardo Martínez, María Izquierdo y Juan Soriano, y de la escultura Juan Olaguíbel el autor de la Flechadora (conocida como "Diana cazadora") e Ignacio Asúnzolo. Textos recogidos más tarde en su segundo libro En lo alto, en cierta forma, una continuación de la autobiografía de doña Águeda: una mujer de ojos azules y cabello rubio a quien conocí de cabello cano, y cuya mirada profunda mi impresionó.
Águeda Pía Fernández se nacionalizó mexicana el 26 de noviembre de 1942, cuando Daniel Cosío Villegas se lo sugirió. Con su nueva nacionalidad, y ya casada con Raúl Anguiano, fue, en sus propias palabras: "Telefonista. Recepcionista. Taquígrafa y mecanógrafa. Molendera de goma arábiga para preparar el aglutinante para la pintura al temple. Servicio diario de lavar, una o dos veces al día, los pinceles del artista. También me ocupaba de los arreglos de material con el carpintero, en relación con bastidores y marcos. Hacía las compras para la casa. Promotora en relaciones públicas. Organizadora en las futuras e innumerables exposiciones. Correctora de textos y de pruebas. Pegatimbres...
Doña Águeda llevó su vida con dignidad y elegancia. Se levantó de varias caídas, muchas quizá más profundas que su experiencia en la guerra civil española y su huida de España donde nació el 17 de noviembre de 1914. Una vida azarosa o más bien un largo peregrinaje por la vida. Tuve el privilegio de conocer a tu madre, Marina, de ojos escrutadores y profundos. Pero también he tenido el privilegio de leerla y de profundizar en lo que ella quiso contar, las experiencias y los recuerdos que quiso dejarnos y donde se puso de cuerpo entero. Te agradezco el honor que me has obsequiado al invitarme a recordar esta tarde a tu madre que fue, además, un modela de vida, el modelo de muchas exiliadas españolas que contribuyeron a enriquecer la cultura de nuestro país. México, D. F., a 10 de marzo de 2011
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