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Mi familia y la Bella Durmiente cien años después El cuento favorito de María es La Bella Durmiente, y el tío |
En agradecimiento al homenaje en Palizada, Campeche |
Encuentro Nacional de Escritores en la Región de los Ríos "En homenaje a Silvia Molina" Mayo de 2012 Cuando era niña y convivía con mis amigas de la escuela, escogía cuidadosamente las palabras con las que hablaba, porque sabía que no me entenderían. No decía, por ejemplo, "Tengo ganas de wichar. Quedó un xix, ni chel, puruch, chichí, chuchuluco, chuchería, y tampoco "eso se gastó", "me quité", "azul pavo"... Aquello que formaba parte de mi vocabulario familiar y de mi otro yo: un ser campechano que era consentido por las tías con el pibipollo, el frijol con puerco, los panuchos y los pescados de nombres bonitos y sabrosos como el pámpano. Muerto mi padre, mi mamá imponía con naturalidad su manera de ser sonorense en la comida y el habla: bichi, bichicori. Yo estaba dividida. Gozaba de una doble naturaleza: y la que siempre me atrajo, desde luego, fue la menos conocida y que sólo se manifestaba cuando las hermanas de mi papá, las tías Dora y Lilia, llegaban a la casa con las guitarras, los dichos alegres y atrevidos y un acento que se me pegaba de inmediato, con las risas y la picardía y los vestidos floreados, con las canciones que hablaban de las torres de una catedral que debía tener lo suyo, de la arena de sus playas, de las leyendas de piratas. Por imitarlas aprendí a tocar la guitarra, por ser su consentida canté lo suyo y ensayé su cocina. Quería ser una campechanita de verdad, tener mi vestido: un traje elegante con cadenas salomónicas y corales que les hacían contraste. Deseaba la peineta de carey y las chancletas negras. Mi tía Dora me retaba: "Gánatelo, el vestido de campechana se va haciendo con el tiempo". En mi casa, oía hablar de Campeche todo el tiempo: un pasado reciente que era difícil que olvidaran mis hermanos que vivieron en una quinta, que se subieron a los carros alegóricos del carnaval, que habían comido frutas carnosas y habían visto una mancha de langosta acabar con todo. Yo me imaginaba Campeche como un paraíso. No en balde abrían en la cocina de mi casa, provenientes de Campeche, cajas de mangos petacones, inmensos; de aguacates mantequilla, enormes; de cangrejos moro que daban la batalla por el mosaico de la cocina antes de morir. Buscaba en el mapa con la ayuda del que fuera ese puerto atacado por españoles, ingleses, franceses, holandeses.... Y le daba formas de fábula. Parodiando la canción de Emilio Pacheco, yo podría decirle a mi estado: "... antes de conocerte, te adiviné", porque lo traía en la sangre, porque sus voces me eran familiares, sus colores conocidos, su gente amada. —Vente conmigo a Campeche —me invitaba la tía Dora. Y yo que siempre me he ido, que siempre me he aventurado fuera de mi casa, me moría de ganas y decía que sí; pero mi mamá no me daba permiso: —Estás chiquita. Es lejos. Hace calor. Mata el chaquiste. Ocho largos años tuvo que esperar mi tía Dora para que yo subiera a un avión de hélices y aterrizara en Ciudad del Carmen sin maleta porque nunca llegó. Fue cuando conocí a mi abuelita María. —Te pareces —me decía. Pero no me aclaraba a quién y yo me moría porque dijera que a mi papá. —Te pareces, Chachita. —No soy Chachita. Soy yo, Silvia, la más chica. A mi tía Dora le rogaba: —Dile que nací, que soy yo. Mi abuelita me miraba pícara, pero no entendía nada. Me adoptó como su compañera de juegos. Yo era su muñeca de carne y hueso. Una viejita juguetona y simpática con la memoria revuelta, que no entendía que yo era yo, pero nada más quería estar conmigo y que nos subieran al coche a dar de vueltas, a saludar a los que llegaban en la panga como si fueran sus parientes, a juntar conchitas en la playa, a ver a quién de las dos veía más delfines. Una viejita que me abrazaba en la hamaca como si yo fuera su bebé y me cantaba canciones de cuna que me hacían llorar de tanta dulzura; pero una viejita que cuando se enojaba porque no quería subirme al coche, me mandaba comer ta. Fuimos entonces dos niñas consentidas y malcriadas menos cuando le daba por hablarme de tiempos lejanos como si hubieran pasado la tarde anterior. Toda una historia que apunté apenas en Imagen de Héctor y que no voy a contar ahora porque no hay tiempo. Mi tía me compró unas "batitas" y algo de ropa con doña Flora Artiñano, cuyo esposo había sido muy cercano a mi papá, y me presentó a su hija Gloria, a la que desde entonces conservo como amiga. Y al día siguiente, apenas amaneció, hicimos un viaje a la ciudad de Campeche. Manejaba un coche viejón, muy amplio, y socarrona, me aclaró: —No te preocupes: No choco, gracias a la pericia de los demás. Y yo pensaba en mi mamá, tan miedosa, la pobrecita: "Si supiera como corre mi tía, si supiera que como de todo, que me mojo los pies". De pronto Campeche era la libertad. Íbamos muertas de risa con la radio encendida, cante y cante. Nos detuvimos en Champotón a comernos unos camaroncitos y me hizo meterme al mar. —¡Pero no traigo traje! —Para que no te quedes con las ganas, para que no se te olvide. —Pero... Me sumergí en ese mar transparente y tibio como ninguno, y no se me ha olvidado aquella sensación maravillosa de ver pasar los peces a mi lado. Ya en la ciudad, me llevó de la mano, literal, de casa en casa, regalándome lo que siempre había querido darme: su origen: el mío; su mundo, el mío. Una manera de ser que no alcanzó mi padre a entregarme él mismo. Me decía cosas como: —Aquí nació tu papá; por eso, perteneces a este lugar. Aquí vivió tu abuelita; por eso, perteneces a este lugar. Aquí están tus muertos, óyelo, que no se te olvide. Tus abuelos y tus bisabuelos. Tienes sangre campechana. ¿Entiendes? Se me enchinaba la piel, como ahora. —Que no se te olvide. Ésta es tu comida. Ésta es tu tierra. Éste es tu mar. Me presentó a los tíos. Mi tío Raúl me miraba con curiosidad; a los primos, a sus amigas; me llevó al mercado, a los museos, a todos los barrios. —Que no se te olvide. Que no se te olvide. A mi regreso de Campeche, ya no fui la misma. Pero como decía mi mamá, estaba lejos de mí todo aquello. Y era peor porque el deseo y la pasión se acrecentaban. Hasta que un día no pude más y comencé a reclamar lo que era mío, a buscarlo porque no iba a venir a mí, a documentarme, a estudiar. Quién, su gente. Cuál su historia. Cómo sus poblados. Imposible negar que también era una búsqueda de mi padre. Sólo quién lo ha perdido puede tener esa obsesión. Mi mamá se sorprendía de que yo hubiera conocido mejor a mi papá que ella y de que corrigiera a mis hermanos o a los tíos o a los amigos de la familia cuando hablaba de Campeche y trastocaban fechas, nombres o lugares. Campeche está en todo mi trabajo, desde mi primera novela, La mañana debe seguir gris. En unas obras más que en otras, pero en todas le he rendido homenaje a esta tierra que es mía, que llevo en la sangre y en el corazón y que guarda en sus entrañas mi pasado. Agradezco este homenaje que me honra porque viene de gente que admiro. Lo agradezco porque me permite volver a reconocerme en lo mío: estas tierras, estas aguas, esta gente. Lo agradezco porque es una oportunidad para reencontrar a los amigos y escuchar a los escritores que vienen de otros estados puesto que no siempre se tiene la oportunidad de hacerlo. Lo agradezco porque es una demostración más de cómo Campeche y los campechanos se interesan en la cultura y, sobre todo, en la lectura. Al presidente Municipal, Vicente Guerrero del Rivero , y a Luis David Canul Suárez les doy las gracias por el esfuerzo, pues sabemos lo que significa recibirnos y organizar el evento. A la Secretaría de Cultura del estado doy las gracias por su apoyo para que yo y otros escritores viniéramos. Saludo cálidamente a los paliceños, entre quienes tengo buenos amigos, como Rafael Vega Alí, quien también me ha dado una lección de amor al terruño, y la familia Zavala. Quisiera decirles además, que conozco la historia de Palizada, una de las ciudades más hermosa del estado, como vemos; y he estudiado y ayudado a difundir la obra de uno de los poetas más importantes de Campeche, nacido a finales del siglo xix, el carrancista y diplomático Manuel García Jurado. Muchas gracias por este regalo: me hubiera encantado que mi tía Dorita supiera que aprendí sus lecciones.
17 de mayo de 2012 |