Mi familia y la Bella Durmiente cien años después El cuento favorito de María es La Bella Durmiente, y el tío |
La literatuara me dio un lugar en el mundo |
La literatura me dio un lugar en el mundo Palabras en el Homenaje en Bellas Artes por mis 65 años
Fui una niña tímida e insegura. Cuando mi hermana volvió a México después del internado, luego de la muerte de mi papá, viéndome bajar las escaleras de la casa preguntaba: "¿No habla? ¿De veras, no habla?" Tenía tres años y no lo hacía, pero observaba tan profundamente que tengo recuerdos muy lejanos como aquella mirada inquisitiva y dulce que quería abrazarme a pesar de mi rechazo. No la reconocía, pero no tardé en aceptarla porque su voz me salvó de la soledad de nuestro cuarto: "... y el dragón abrió las alas para proteger a la princesa". Me dormía contándome cuentos, lo mismo que mi hermano Javier. Y no es por nada, pero los cuentos de él eran mejores por tristes y llenos de tensión. Me hacía llorar a tal grado que mi mamá lo sacaba de la recámara a coscorrones: "si le gusta el cuento", se defendía; y yo berreaba porque no sabría el final. ¿Se comería el gato al pajarito caído del nido? Mi educación primaria fue un desastre, ya lo he contado. Una etapa que no deseo a nadie. Discapacitada para leer, todo el mundo quería enseñarme: las maestras con violencia o ignorándome; mis tías haciéndome dictados y obligándome a escribir cinco veces cada palabra mal escrita, lo que se volvía un aburrimiento eterno. Sólo la voz armoniosa de mi madre, me hacía creer que el mundo no era aquello que yo sufría: "Lolo, que Lolo, que San Camaléon, debajo de un cohete salió un ratón. Tírenlo, tírenlo al callejón, mátenlo, mátenlo de un coscorrón". Me cantaba y me recitaba cantidad de rimas de la tradición oral. Mis maestras me pedían: "No inventes. Lee lo que dice allí"; en cambio mi tía Paquita, contándome la historia del niño que se perdía en la sabana y al que asechaban los animales salvajes, se paraba en la esquina de Colima y Morelia, en la colonia Roma, a gritar a todo pulmón: "Cucurutá, dónde estáaas? Y yo gritaba con ella porque quería encontrarlo, porque estábamos entre los arbustos y no nos importaban los ruidos extraños ni la mirada de las leonas. La gente se detenía a preguntarle qué pasaba y ella respondía: "Se ha perdido Cucurutá, ayúdenos". Yo era feliz, y no entendía el por qué de la escuela si inventando se vivía mejor. Cuando regresábamos a la casa de mi abuela, Paquita decía como si nada: "Encontramos a Cucurutá, estaba jugando con los monos". Y mi abuela decía: "Si se vuelve a perder, no quiero que vayan detrás de él. Es peligroso, ya se los dije." Y yo le contaba a mi tío español, Rafael Sánchez de Ocaña, que vivía contra esquina de mi abuela, que otra vez habíamos encontrado a Cucurutá, que ya podía enseñarme el romance de Valdovinos o el del infante Arnaldos o el de doña Alda. Y me los hacía aprender de memoria para sorprender a Paquita y a mi mamá, como mi hermano Héctor las lecciones de la escuela para que no me reprobaran:
En París está doña Alda, la esposa de don Roldán, trescientas damas con ella para la acompañar; todas visten un vestido, todas calzan un calzar...
Muchos años después, en primero de secundaria, aprendí a leer, gracias a la señorita Soriano, en compañía de Juan Ramón Jiménez: "Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos." Ella me enseñó a descubrir la existencia de puntos, comas, acentos, admiraciones, sangrados... "Fíjate", me decía, "hay un guión, eso quiere decir que alguien va a hablar. Tienes que hacer su tono de voz. Lo bueno cuesta trabajo, esmérate." En el caos de la niñez, la voz de la literatura en boca de la familia y la señorita Soriano me salvó de un mundo incierto. En la adolescencia y la juventud me hizo conocer la pasión: "A veces tu ausencia forma parte de mi mirada, mis manos contienen la lejanía de las tuyas y el otoño es la única postura que mi frente puede tomar para pensar en ti". Un día, no sé cómo, quise contar una historia que tenía adentro e intentaba salir aunque yo la silenciara. La arreglé despacio, con cuidado, a mi modo, con mi voz, una heredada de mi padre que aún ausente nunca me abandonó porque estaba en sus libros, las de mi madre, mis hermanos, Paquita y Rafael. Me conté a mí misma una ficción que me habría gustado representar y resultó una novela que me inició en un oficio. Desde entonces, he vivido distinto, consciente de que lo bueno cuesta trabajo porque hay que cultivarlo con atención, como decía la seño Soriano: hay que trabajar; consciente de que saber leer y escribir me rescató de la laberinto y de que la literatura me dio un lugar en el mundo. Muchas gracias. |