Mi familia y la Bella Durmiente cien años después El cuento favorito de María es La Bella Durmiente, y el tío |
Autorretraro con caballo y perro en el mar |
Autorretrato con caballo y perro en el mar
Ves la fotografía de Barry Domínguez y recuerdas otras, cuando eras niña: Te ves montada en el Duende en el campo de San Juan Teotihuacan, abrazando a los cachorros de la Rimi, de la mano cerrada y firme de tu abuela Dorotea en el pórtico de su casa, juntando conchitas en la playa de Ciudad del Carmen, Campeche, con tu abuela María. Escuchas de lejos un clic, y recuerdas otros días, otras voces, la forma en que tu madre le ponía el seguro a su pistola para colocarla debajo de la almohada, por si entrada la noche osaba asomarse a la casa algún ladrón. Tu madre, tan bonita y tan joven, tan irremediablemente sola. A los nueve años, no sólo sabías cargar y descargar un arma, sino tomarla con seguridad cuando tu madre se metía a la regadera y había olvidado guardarla en el clóset. Tere, la señora que trabajaba en tu casa, te decía cuando entraba a hacer la recámara: —Anda, quita esa cosa de allí, y guárdala; no vaya a ser que se dispare. —No se dispara solita, ¿cómo crees? —le rebatías tomándola, el cañón hacia arriba, para colocarla con cuidado en el estuche. Te sentías responsable, concienzuda, valiente; más que Tere, quien con todo y sus canas no se atrevía ni a tocar una pistola. —Dios no lo quiera y un día vaya a haber un accidente —remataba preocupada. No sabes si tu madre fue irresponsable o no, pero más valía que supieran manejar con prudencia la pistola, que entendieran el peligro que representaba, a estar expuestos a un accidente. Sabían tus hermanos y tú que era una amenaza, por supuesto; pero era una defensa, una tranquilidad, un sosiego para el desamparo de una viuda con cinco hijos pequeños. Estabas tan consciente de que aquello no era normal; es decir, el que tu madre durmiera con una pistola bajo la almohada, que no lo contabas en la escuela, porque no lo habrían entendido tus compañeras, quienes tenían un papá que velaba por ellas, iba a recoger las calificaciones al colegio y las llevaba de paseo. Si la Rimi se ponía inquieta en la noche y ladraba a las sombras, tu madre le quitaba el seguro a la pistola y abría un poco la persiana y la ventana para espiar qué sucedía. Una noche gritó: —¿Quién anda ahí? Si no responde... —Soy yo, señora, no dispare —suplicó Ernesto, el hijo mayor de doña Tere, quien se estaba robando las bicicletas de tus hermanos para venderlas. Un amigo suyo echó la carrera en la de tu hermano mayor, que regresó como por arte de magia al día siguiente. Tu madre despertó a Tere: —Tenemos un problema —le dijo—. Habla con Ernesto. Tere se echó a llorar. Su hijo se fue; ella —que todo lo hacía en la casa, hasta dormirte en su regazo mientras limpiaba los frijoles— se quedó con ustedes como si nada hubiera sucedido; y Neto iba de visita y jugaban todos en el patio como siempre. Tu madre los había aleccionado: —Cuidadito y humillen a Ernesto o a Teresa. Todo mundo comete errores; y él ya expió su culpa. —¿Qué es eso? —preguntaste. —Ya tuvo bastante con la vergüenza que le hizo pasar a su madre —dijo, viendo a tu hermano Héctor que la hacía ver su suerte En Cuernavaca, donde tuvieron una casa, jugaban al tiro al blanco en el jardín, y ella les enseñaba: —Serena, si no te concentras, le das al árbol. Pon la mira un poquito abajo del centro porque va a subir con el impulso del disparo. Por eso, cuando los llevaban a la feria, a ti me gustaba tirar a las placas de metal en forma de animalitos con los rifles de diábolos, porque siempre sacaba el premio de barro o porcelana. —¿Otro cochinito? —te recibía tu abuela sonorense preocupada—. Van a hacer a esta niña marimacho. Con eso de que tampoco se baja del caballo… Y es que en Tepexpan, el pueblo donde vivía tu primo Juan Manuel Celis, que fue como un padre para ti, montabas con tu prima Paty. Apenas amanecía, ya estaban cepillando los caballos; y luego, con ayuda del caballerango, les colocaban los albardones para pasear por el campo de la hacienda, donde había un hospital para enfermos crónicos del que tu primo era director. Si no les ayudaban a ensillarlos, no alcanzaban la altura de los lomos, y corrían el riesgo de que el albardón se diera la vuelta, porque los caballos eran mañosos y se hinchaban, y su fuerza no daba para apretar las correas lo suficiente. Montar te daba una sensación de libertad e independencia que no experimentabas en ninguna otra parte ni de ninguna otra manera. Tal vez por eso, te hiciste “pata de perro”, como decía tu abuela: —Ves caballo ensillado, y se te ofrece viaje; por eso eres pata de perro. Salir, irte, probar otros lugares, otras gentes, siempre te atrajo, desde niña. Perseguías lo otro por salir de ti, del encierro en ti misma, de tu familia, de tu entorno. Un día, tu abuela te dijo que te iba a amarrar, hasta que llegara tu madre, y te entregara, porque no podía contigo, porque te salías de su casa en la colonia Roma. —¿Por qué? —Para ver. —¿Para ver qué? —Para ver cosas. —¡Qué ver cosas ni que ocho cuartos! ¡Te vas al cuarto castigada! —¿Qué quieres ver? —preguntó tu madre con paciencia. Guardaste silencio. Todo llamaba tu atención: la tlapalería con sus cachivaches y sus tuercas, sus tornillos y reatas y cubetas; la panadería con sus panes recién hechos en las vitrinas (te enamoraba el aroma del pan calientito, de las conchas y los cuernos, de las campechanas y los mosaicos; saboreabas los panes con sus nombres extraños: chi-lin-dri-na. ¿Qué quería decir chilindrina? Se te hacía agua la boca, y soñabas con aprender a hornearlos. Una mañana le dijiste a Tere: —¿Sabes hacer conchas? —No. —¿Campechanas? —No. —¿Rehiletes? —No. —No sabes hacer nada, ves. Y Tere te respondió: —Claro que sí. Sé dar un manazo a las niñas groseras, como tú. Y también sé hacer buñuelos, pero no te voy a enseñar. —Por favor, enséñame. —Así, por las buenas, hasta empañadas de piña y fresa —era muy buena. Entonces, te avergonzabas como Ernesto, y le ofrecías una disculpa. Su abrazo olía a limpio, a jabón de pasta. Te gustaba mirar cómo hacía los arreglos florales el señor Matsumoto, en la calle de Colima, a unas cuadras de casa de tu abuela. —¿Avisaste señolita Paquita que tú viniste aquí? —te decía el señor Matsumoto, preocupado, cuando te veía entrar, suspendiendo en el aire las tijeras con que cortaba los tallos de las flores antes de encajarlas en uno de sus arreglos, porque una tarde tu abuela te había mandado sacar de la florería de las orejas. Al señor Matsumoto le gustaba, estabas segura porque nunca te echó, que una niña se enfatuara con su trabajo, que observara con tanta atención dónde y cómo cortar, dónde colocar el verdor y dónde las flores. —¿Cómo se llama? —Se llama clavel lojo. —¿Cómo se pone? —Se pone simple, simple. Para el señor Matsumoto todo era simple, simple. Cuando tenía que ir al traspatio, donde había varias japonesitas limpiando flores, te ensañaba: —Losa loja, clisantemo, malgalita, alcatlaz, estlella… —En mi casa hay hortensias —le dijiste un día feliz porque él no tenía una sola. —L´holtensia dula poco, no buena para aleglo —espetó. Recién llegadas y puestas en cubetas ordenadas por colores y tamaños, las flores olían al campo de Tepexpan. —¿Avisaste señolita Paquita? —insistía. Afirmabas con la cabeza. Paquita era tu tía. —¿Avisaste señolita Paquita? Hasta que te cansaste. Ya no quisiste volver ni ser florista de grande, porque te daba pena la vergüenza que te seguía haciendo pasar tu abuela. Paquita te regañó delante de un japonés bonachón, que no te iba a robar para hacerte limpiar flores escondida en el traspatio, como dijo tu abuela; y pasaste a otra obsesión: ir a meterte al taller de doña Dominga, una costurera española, que bordaba como los dioses. Te acomodabas en un rinconcito, sin dar lata, observando, siempre observando, como ahora. Mirabas cómo cortaban los moldes, cómo metían la ropa a la máquina de coser, cómo bordaban los vestidos de niña. Doña Dominga te hacía rabiar: —Ya llegó la Dorita. —Me llamo Silvia. —Igualita a doña Doro. —Acérquenle una silla a la Dorita —de nada le servía saber tu nombre. Una mañana doña Dominga te preguntó si sabías coser, y respondiste oronda que sí, pues para entretenerte, para tenerte quieta, la abuela te obligaba a hacer bolsitas que llenaba con centavos antiguos que te habían rechazado en el puesto de dulces de la esquina: —Para que juegues. —¿A qué? —Al tendajón. —¿Qué es eso? —Un estanquillo, como el de Miguelito. Y te daba estrellitas y letras de pasta y granitos de arroz y frijoles de la cocina; pero como eras tremenda, “los vendías” rápido y se te agotaba el juego, así que tu negocio cambiaba de giro: juntabas las cazuelitas de barro que llevaba tu tío, el escritor y periodista español Rafael Sánchez de Ocaña, de las cantinas del centro de la ciudad, con manjares españoles que no se comían regularmente en tu casa como los percebes, y vendías comida imaginaria; o ibas a traer libros del cuarto de tu primo Salvador que estudiaba en la universidad y tenía muchos. Montaba una librería con los tomos de colores de la colección Austral de Espasa Calpe, donde había dos libros de tu papá, el 531 y el 807. Tú sola lo descubrí, nadie te lo dijo. Aunque te costaba trabajo leer, el nombre de tu papá lo sabías de memoria porque estaba escrito en muchos lugares: en su papelería, en el lomo de sus libros, en sus diplomas y medallas y condecoraciones. Era una imagen, un sello, un logotipo: Héctor Pérez Martínez, Héctor Pérez Martínez, Héctor Pérez Martínez. —¿Qué quiere usted? —Esos dos libros, Héctor Pérez Martínez. Ni siquiera sabía leer el nombre de los libros: Juárez, el impasible y Cuauhtémoc, vida y muerte de una cultura. Los libros los vendías por colores: el amarillo, el verde…; por números: el 121, el 946… Como doña Dominga vio que sí sabías coser, te enseñó a deshilar y a bordar manteles de lino. Comenzaste con un pañuelo de algodón importado que hice para tu abuela mientras ella dormía la siesta. Le bordaste una “D” de Dorotea, porque así se llamaba tu Nina, tu Mamá Nina, tu abuela; pero no se lo diste, porque volvió a sus andadas: —Cuando me traigas a esta niña, María, me la traes con un lazo bien largo —le dijo a tu madre la tarde en que pensabas darle el pañuelo. Contestaste preocupada: —Que alcance hasta la casa de doña Dominga. Entonces, comenzaron a pagar tus “clases” de bordado. Bordar con hilos de colores te tenía quieta, entretenida, era como un juego eso de hacer formas y de que quedaran parejitas, bien hechas. Y doña Dominga, cuando no te decía Dorita te decía, “hija”, como a sus empleadas. —No uses la hebra del diablo, hija —y se te erizaba el vello de los brazos—. El hilo debe ser corto para que puedas manejarlo y no se enrede. Una tarde, tu madre descubrió el pañuelo de tu Nina. —¿Quién te dio eso? —Yo lo hice. —¿Por qué le pusiste una de? —Porque era para mi Nina. —¿Era? Guardaste silencio. Al día siguiente tu madre te llevó a casa de tu abuela y te dio el pañuelo para que se lo dieras. —Estás muy niña para andar sola en la calle, entiende. Un día lo comprenderás —dijo, y se prendió el pañuelo con un seguro a la bata de lana, y a todos les decía: “Lo bordó mi nieta consentida”. Escribiste un cuento sobre la relación con tu abuela: Fantasmas. De nada te servía ser la consentida, si era tan estricta contigo. Tu madre era dulce y arrojada, firme y decidida para muchas cosas, aunque nunca pudo reponerse de la muerte de tu padre, pues quedó viuda a los treinta y tres años; sin embargo, no fue una mujer abatida frente a sus hijos; por el contrario, aunque a solas se lamentara, y se levantara tarde porque se quedaba dormida al amanecer, trataba de infundirles alegría: a ti te enseñó a bailar charlestón, dándole vueltas a un collar largo y mascando chicle; a tus hermanos los retaba en la canasta de básquet que habían puesto en el patio. Tu madre y su hermana Paquita eran dos grandes contadoras de cuentos; y eso te preparó para la literatura. Aprendiste a leer tarde, pero nunca te faltó, a la hora del sueño, una cancioncita, una rima, un cuento, una historia. Y si no eran ellas, eran tus hermanos quienes te dormían con tus cuentos favoritos; sobre todo, tu hermano Javier, el tercero, que te hacía llorar con sus historias tristes. Era tan fácil hacerte llorar, que tus hermanos se burlaban de ti: —Llora Babulín, y te doy un cinco. —¡Mamá! Mira a Héctor, se está burlando de mí. —No le hagas caso, ponte a jugar. —¿A qué? Con tal de que no diera lata y dejaras de llorar te dejaba jugar a la librería, tu juego favorito. No le gustaba, porque desordenabas los libros, hasta que entendiste que tenías que devolverlos a su lugar; por eso conocías tan bien la biblioteca de tu papá. Reconocías los libros por los lomos. Cuando en la secundaria te dejaban leer un libro, sabías en qué estante de la biblioteca estaba, y recodabas su grosor y el color de sus pastas. Naciste entre libros y creciste con ellos, pero aprendiste a leer tarde, porque en tu tiempo no se sabía lo que era la dislexia. Supongo también que la situación de haber perdido a tu padre cuando eras niña de brazos, influyó, aunque puedes decir con honestidad que pasaste una infancia feliz y que nunca extrañaste a tu padre porque no lo conociste, o mejor dicho, no lo recordabas. Recién muerto tu papá, tu hermana mayor se fue a un internado en Estados Unidos. Debe haber sido duro para ella pasar su duelo así. Todavía recuerdas que cuando regresó, después de preguntarte varias cosas dijo incrédula: —¿Todavía no habla? Tal vez no hablabas porque te adivinaban el pensamiento. Eras la más pequeña de una familia numerosa que daba vueltas alrededor de tu madre, como si ella fuera el sol, y siempre te tenía de la mano, menos cuando te dejaba con la abuela para que te cuidara. —Te voy a dejar en casa de mi mamá. Te echabas a llorar. A la casa de la abuela le tenías fascinación y odio. Te atraía por el mundo misterioso que allí palpitaba; te chocaba, porque era una casa vieja, oscura y pequeña, y no tenías dónde jugar. Y tú estabas acostumbrada a una casa amplia, al campo abierto. —Si el caballo siente que no sabes mandar o le tienes miedo, no va a obedecerte, y lo que es peor, va a tirarte en cuanto tenga la oportunidad —te había enseñado tu primo Juan Manuel. Tenías que ser firme, pero dulce, ¿se entiende? Por más dulce que fueras con tu abuela, ella sabía que le tenías miedo, y te tiraba a cada rato de la cúspide de tus ilusiones. —¿Al parque tú sola? —Me ves desde la ventana… —No sabes lo que dices. En cambio, cuando conociste a tu abuela campechana, te fuiste para atrás: —¡Que nos lleven a la playa a juntar conchitas! —dijo enseguida. Tu abuela paterna era una niña como tú; te trepaba a la hamaca y hablaba y habla del mundo que tenía en la cabeza, pero el solo hecho de que se meciera abrazándote, acariciándote el pelo, jugando con tus manos, te hacía perderte en sus sueños y en un sopor que debía parecerse a la gloria. Tu abuela, ya lo escribiste por allí, nunca entendió que tu fueras su nieta menor; te confundía con tu hermana porque no se acordaba que hubieras nacido. —Soy yo, abuelita. Silvia. La Chacha no vino. Está en México. Le daba igual, pero tú sabías que sus besos eran para ti, para ti sola; que su ternura la había guardado en algún lugar secreto para regalártela a partir del día en que la conociste, porque vivía en Campeche, y no viajaba a la Ciudad de México. —Que nos lleven al mar —decía tu abuela cerrándote un ojo. El mar, junto a ella, juntando conchitas en la playa o jugando con la arena o viendo de la mano los delfines saltar, es algo que no se te olvidará nunca. —El mar. El mar —hablaba sola. Hoy sabes que tenía razón. Siempre, toda la vida, el mar. Te lo regaló doña María, lo llevas dentro: un mar tranquilo, transparente, un mar campechano que heredaste por línea paterna. Sabes que cuando te pierdes en el vértigo del amor, eres esa que proviene del mar, y que vuelve a sus orígenes. Muchas de las historias que has escrito las escuchaste de boca de tus abuelas, de las visitas que tenían, de sus hijos y sus nueras. Algo de lo que eres como escritora proviene de ellas, de su vida y su historia, de lo que te regalaron, como su música, la que escuchaban: tríos de moda en la Ciudad de México; y la trova yucateca, en Campeche. A Los Panchos los solían escuchar en un tocadiscos rca Víctor, y con aquella música te quedabas dormida ya desde la cuna; por eso, cuando era tu cumpleaños, pedías de regalo tus canciones favoritas: Usted, Beso asesino… —Esta niña, está confundida, sus hermanos la manejan —dijo tu Mamá Nina cuando pediste un disco—. Que le compren una muñeca. —Quiero el disco —llorabas, porque tus hermanos no te prestaban los suyos—. Tengo una muñeca que me regaló mi abuelita María, ¡para qué quiero otra si ella es mi consentida! —contestaste mustia, porque sabías la doble intención de tus palabras. Lo que te gustaba de esas canciones era el ritmo, el acompañamiento. Usted es la culpable de todas mis angustias y todos mis quebrantos, tiriririrín. El requinto hacía que te diera vuelcos el corazón. Creciste con los tríos y sus boleros, en una familia que no dejaba la guitarra ni en las vacaciones. Cuando no cabían las maletas en la cajuela del coche, siempre oías lo mismo: —No va a caber la guitarra. Ante aquella amenaza, se reiniciaba el acomodo para darle cabida al estuche negro que la protegía. Tu madre era desafinada y no cantaba ni en la regadera, pero cuando salía la guitarra de su estuche, participaba gustosa de la fiesta pidiendo sus canciones favoritas: A la orilla de un palmar… Tampoco te entiendes sin tus perros. Desde niña has tenido uno a tu lado. Llegabas de la escuela y ya estaban esperándote, moviendo la cola de felicidad. Una vez, en Cuernavaca, te echaste a la alberca, y la Rimi se fue de tras de ti al agua, como si fuera lo más natural, como si no pudieran separarse ni allí. Todos se quedaron pasmados. En otra ocasión, uno de tus hermanos quiso pegarte, y ella lo detuvo, brava, amenazante. Todo lo que eres lo aprendiste de niña, ni modo. Cuando tuviste a tus hijas, hiciste lo posible por ser dulce y firme, y por no caer en la dureza de tu Nina, aunque un día comprendiste que tenía razón, que hay una raya imaginaria para caminar y que seguirla da confianza, seguridad. Cuando te entra la zozobra e inicias un viaje, incluso con la escritura, sabes que después de todo tu abuela no te amarró sino que ahondó tu deseo, te dio la posibilidad de retarla, de luchar por tus sueños. Cuando te ves en la foto de Barry, sabes que tu manera de ser tiene su origen en aquello que sentías a caballo por el campo y dentro del mar que te regaló tu abuela María, y que llevas dentro. Tomado de Retratos y autorretratos. De Griselada Álvarez a Ángeles Mastreta, fotografías de Barry Domínguez. Conaculta/INBA, 2006 |