Silvia Molina
Antes de conocer a María Luisa Puga había leído Inmóvil sol secreto, sus primeros cuentos publicados recién llegó a México, luego de vivir diez años fuera del país. Era un volumen pequeñito, fresco y conciso, de aquellos memorables de La máquina de escribir. De ella no sabía nada, pero me había gustado su manera de contar, su forma de describir los problemas de la pareja, el mar y las islas del Mediterráneo. Entonces busqué Las posibilidades del odio que había publicado Siglo XXI. Leer la vida en África, o mejor dicho, la manera en que una escritora mexicana veía la vida en África, me sorprendió. María Luisa regresaba a México con una novela fuera de lo común y con una forma de contar propia. Al hablar de otro continente me había obligado no sólo descubrirlo sino a reconocer la vida de mi país. Se me hizo una hazaña que ella hubiera cumplido el sueño de los escritores de aquella época que era salir del país para escribir; y, más, que lo hubiera logrado. María Luisa Puga se había forjado así misma en el extranjero.
Pasó el tiempo antes de que la conociera, porque los escritores de nuestra generación escribíamos solos, aislados. No pertenecíamos a ningún grupo ni publicábamos en torno a una revista o colaborábamos en un periódico. Escribíamos al mismo tiempo que vivíamos de ser correctores de estilo, de dar clases, de ser editores, incluso de tener alguna otra profesión y ejercer la escritura a deshoras. María Luisa, por ejemplo, había sido correctora de estilo en Novaro antes de irse a Europa, y a su regreso había entrado a trabajar en Siglo XXI, la editorial que la había publicado.
Vine a dar con ella dos años después, en 1981, en un encuentro de escritoras en Puebla. Nos sentamos juntas en la primera sesión de lecturas: “Te leí”, le dije. “Yo también te leí”, sonrió y cuando movió la cabeza en ese gesto tan suyo, su pelo fue un abanico que se había abierto y cerrado de pronto. Me pareció alegre, fácil de tratar. Allí, juntas, descubrimos a las escritoras que trabajaban al mismo tiempo que nosotras: unas muy jóvenes y valientes y otras de mayor experiencia. Allí también descubrimos la beligerancia de Raquel Tibol, la combatividad de las hermanas Galindo y la exigencia de Sara Sefchovich para con las más jóvenes. Fue un encuentro divertido e intenso, donde también estaban Ángeles Mastretta, Aline Pettersson, Pura López Colomé y Miriam Moscona, entre muchas escritoras más.
María Luisa, en contraste con la mayoría, no se pintaba ni usaba vestido ni zapatos de tacón ni huaraches. Llevaba mocasines, pantalones de pana y blusas de manta. El pelo, dorado, lacio y brillante, de corte redondito como de monje era su única coquetería. Fumaba un cigarro tras otro, y dejaba nubes de humo en el cuarto donde nos reuníamos a platicar varias de nosotras, y donde fundamos un colectivo que se llamó “La mustia alegría”, y del que no puedo recordar nada, ni quiénes lo formamos ni por qué, excepto las bromas que a veces me hacía La Puga: “Somos un colectivo de dos.” “¿De qué vienes hoy, de Mustia o de Alegría?”
En Puebla nos hicimos amigas, de hablarnos todos los días, de prestarnos libros, de ir juntas a actividades literarias y presentarnos juntas a dar conferencias. María Luisa decía que parecíamos el dueto de las hermanitas Navarro, porque teníamos bien puesto nuestro númerito: ya sabíamos en qué momento entrábamos en relevo de la otra, y nos divertíamos y nos sentíamos cómodas. Era bonito alegrarse de los éxitos de la otra, contarnos nuestras vidas en los viajes, nuestras lecturas. Así supe de pasión por Virginia Woolf, de su infancia en Acapulco, de su orfandad y el segundo matrimonio de su padre, de su protección a Paty, su hermana menor, con quien yo trabajaría en Martín Casillas Editores más tarde: otro motivo que nos hacía estar cerca. Supe de su vida fuera del país, de sus angustias y obsesiones.
Pero fue en casa de Elena Poniatowska, que nos había llevado a otro encuentro de escritoras en la ciudad de México, donde nuestra amistad se afianzó, porque, generosa, Elena nos recibía una vez a la semana para platicar y para leer en voz alta nuestro trabajo, y como si fuera poco, todavía nos quedábamos a cenar. María Luisa, cosa que nadie sospecharía, tejía y tejía mientras platicábamos, con unas agujas largas y gruesas y un estambre rechoncho. Tejer era algo que le gustaba, que aquietaba sus nervios. En casa de Elena escuché casi todos los cuentos de Accidentes, y varios capítulos de Pánico o peligro. Yo iba por ella a su departamento de Coyoacán, y luego de nuestro “taller”, a veces muy tarde, la regresaba. En los trayectos en el coche componíamos el mundo o discutíamos sobre nuestras discrepancias: se enojaba, por ejemplo, porque decía que Elena y yo consentíamos demasiado a nuestros hijos, o porque yo no tenía una vida de militancia política, algo que, de verdad, nunca me atrajo.
En los viajes que hacíamos juntas por razones de trabajo, María Luisa me hacía acostarme más temprano porque al día siguiente, después de que ella había terminado de escribir, a eso de las siete o siete y media de la mañana, se levantaba a las cuatro o cinco, me llamaba a mi cuarto para que fuera a tomarme con ella el primer cafecito del día. “Ay, Puga, estoy muerta”. “Pues duérmete más temprano”, me pedía.
Las dos dábamos un taller en Difusión Cultural de la UNAM, y un día me contó que se había enamorado de uno de sus alumnos: Isaac Levín. Cuando se fue a vivir a Zirahuén con Isaac, como no había correo electrónico ni tenía teléfono, nos fuimos distanciando. Al principio, nos veíamos cada vez que venía a México, pero después nuestros encuentros se fueron complicando. —¿Por qué te vas a Zirahuén? —le pregunté aunque la respuesta era obvia: —Para escribir. Y lo logró. María Luisa, todo el mundo lo sabe, vivió para escribir. Hasta cuando viajaba a la ciudad de México, en la camioneta de Isaac, venía escribiendo en su diario o en un cuaderno o en la computadora, sobre una mesita que él le había acondicionado para su escritura. Isaac se pasó la vida acondicionando los espacios de María Luisa para que ella escribiera; y al final, cuando enfermó, para facilitarle la vida.
Fue una escritora independiente, ajena a grupos, a grillas, libre como siempre lo fue, exploradora de la escritura y el lenguaje. Siempre hablaba del tono: del tono de la vida, del tono de la escritura. Su biografía está repartida en su obra, toda su biografía: la infancia, su vida en la ciudad de México, el paso por Europa y África, el regreso a México, la estancia en Zirahuén. El pasado y el presente eran la materia prima de su escritura, y de sus ejercicios, como ella decía que eran sus cuadernos y sus diarios. Y como le gustaban muchos los niños —en una época se moría por tener uno, y como había cuidado a varios y tenía fotos con muchos bebés, siempre decía “mis bebés o mis niños”—, empezó con éxito los talleres en Zirahuén. Gozaba provocando a niños y adultos para que escribieran, a tal grado, que también tendría un taller por internet.
Cuando yo estaba viviendo en Bruselas, una tarde me entregaron una carta. Reconocí la letra de inmediato: era de Elena Poniatowska. Una carta como las que ya no se mandan hoy en día, con un timbre aéreo. Me sorprendió a tal grado, que me salí de la embajada para leerla tranquila, caminando. Recuerdo que hacía un viento tan fuerte que me la quería arrebatar a cada momento. Elena me contaba que María Luisa estaba enferma, que la iban a operar, y me pedía que en nombre de aquellos años que compartimos juntas, le escribiera. Regresé a mi trabajo preocupada por María Luisa, y con agradecimiento hacia Elena que era capaz de ir al correo para alegrar a La Puga, y para acercarnos nuevamente.
A mi regreso a México, renové mis lazos con María Luisa. Algo bonito y curiosamente más sencillo de lo que podría haber sido a pesar del tiempo y la distancia. Nos escribíamos por correo electrónico, nos hablábamos por teléfono, nos vimos. Iba a presentar su libro sobre el dolor en la Secretaría de Salud, y por recomendación de Saúl Juárez yo lo estaba coordinando, pero sólo nos dio tiempo de concretar una rueda de prensa para anunciarlo. Estaba contenta, igual de ingeniosa y simpática, feliz de que su libro fuera útil.
Pienso en ella y recuerdo sus palabras: “Toda persona tiene una historia, una historia llena de experiencias únicas. Una historia que querrá contar para verla fuera de sí, para verla en los demás; para darla a los demás”. María Luisa Puga nos dio, no cabe duda, esas historias que guardamos en el corazón, ¿verdad, Elena, la tercera del colectivo de dos?
|