Silvia Molina
Fue en los ochentas, en Cuautla. José Agustín había organizado un encuentro de narradores, y ahí estaba Rafael: delgado, bigotudo, ceja arqueada, con una calvicie incipiente, intenso. Oí que cantaba rancheras y que había toreado, que era coqueto con las mujeres. No se separaba de Hernán Lara Zavala, quien con el tiempo llegaría a ser su compadre. Por él, por Hernán, me acerqué.
Hernán era y sigue siendo un excelente conversador. Las personalidades de estos dos amigos eran totalmente diferentes, complementarias. Hernán un bon vivant, tranquilo, pausado, reflexivo; Rafael, lleno de pasión y arrebato por la vida, de reacciones inmediatas, definitivo. Los ojos de Rafael se comían el mundo que miraban, y tenía veneración por sus amigos. Ramírez Heredia supo ir cultivando cuates en todos lados, gente de todo tipo: desde el bolero hasta el secretario de Estado.
A primera vista, y con toda honestidad, el Rayo me pareció al principio un hombre presuntuoso. Es la verdad. Y su literatura rápida y descuidada, me di cuenta cuando lo escuché leer. Hay que decir que todos comenzábamos la escritura, íbamos haciendo escuela; sin embargo, a los dos días, cambié totalmente de opinión respecto a su persona. Rafael era un hombre auténtico, sincero en todas sus expresiones. Atento por naturaleza, generoso, entrón. Lo que se dice un buen tipo. Si él podía ayudar en algo, lo hacía. Cualquier cosa, aunque no fuera fácil. Él hacía llamadas, tocaba puertas y caía la ayuda del cielo. Todo mundo lo comentaba: “Rafael me ayudó en esto, en lo otro, en lo de más allá.” Y su literatura fue madurando, fue creciendo de tono y también en cuidados. Utilizaba el lenguaje oral, el de la calle, de los barrios duros, pero empezó a pulir, a limpiar, a trabajar más sus diálogos, su sintaxis, su escritura, la construcción de sus personajes.
Después de aquella primera vez, nos comenzamos a ver en otros lugares: Morelia, Guadalajara, Monterrey… incluso en el extranjero. Tenía un departamento en Madrid y allí nos paseaba, nos presentaba a sus amigos; entre ellos a J. Armas Marcelo, a R. H. Moreno Durán, otro escritor que se nos fue.
En un encuentro en Morelia organizado, entre otros, por Saúl Juárez, nació una idea descabellada: escribir una novela colectiva. Éramos once: Eugenio Aguirre, Marco Aurelio Carballo, Joaquín Armando Chacón, Gerardo de la Torre, Hernán Lara Zavala, David Martín del Campo, Aline Pettersson, Bernardo Ruiz, Guillermo Samperio… El hombre equivocado, fue el resultado de aquel experimento que publicó Joaquín Mortiz. La novela no fue buena, pero sí un ejercicio de amistad que nos reunió en torno a Vicente Leñero. Nos juntábamos en el restaurante La Bodega, una vez a la semana, o cada quince días. Y nos íbamos pasando la estafeta: “Te toca el capítulo siguiente”. Era divertido; pero más, sentarnos a platicar un poco de todo: libros, música, cine, personajes, chismes del mundo editorial. Allí se consolidó mi admiración y mi cariño por Rafael que no tenía nada que ver con sus personajes violentos, con el mundo que retrataba en sus novelas, el de los judiciales, las prostitutas, los líderes corruptos, el mundo del alcohol y la droga, del sexo; con sus personajes terribles, y digo terribles porque como nadie retrató el bajo mundo de México, el México sórdido de cantinas y burdeles. Mundo que investigaba en sus viajes, cuando lo invitaban a presentar un libro, a dar una conferencia, o cuando iba de aquí para allá a dar sus talleres. Recorría la República de arriba abajo. Rafael fue un gran tallerista, un hombre que se dividió entre su escritura, su familia y sus amigos, categoría donde iban entrando sus alumnos. No dejaba el taller ni cuando estaba ya muy enfermo. No entendía el mundo sin ese todo que lo rodeaba. En primer término La Conchis, su esposa, sus hijas, sus nietas, sus cuates, sus alumnos. Aquella escritura desparpajada, descuidada, rápida, fue cambiando, madurando, intensificándose, convirtiéndose en un sello personal, la escritura del Rayo hecha de intriga y suspenso, de pasión. Su bibliografía es extensa: casi cincuenta libros; sus premios, innumerables, entre los cuales el primero en 1984 le fue otorgado en París (el Premio de Cuento Juan Rulfo) por su cuento El Rayo Macoy de donde derivó su apodo. Gracias a Con M de Marilyn, La Mara y La esquina de los ojos rojos, la escritura de Ramírez Herdia llegó a ocupar un lugar privilegiado en la literatura mexicana contemporánea, a pesar de muchos escritores que lo miraban con desdén.
Poco tiempo antes de ponerse mal, estuvo en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes en un ciclo llamado Literatura en voz alta. Lo entrevistó Hernán Lara Zavala, por supuesto. La entrevista fue amena, divertida, interesante. Rafael habló con soltura de su vida y sus pasiones: de los toros a la literatura. Lo que más le importaba en la vida, decía, era la literatura y a ella dedicaba el día completo. Al finalizar, supimos que le acababan de diagnosticar el mal que no pudo domar pero ante el cual no se dejó vencer, porque hasta el último momento estuvo pendiente del futuro de los que dejaba: su familia, Conchis.
Cuando en 1989 solicité el auditorio del Foro de Coyoacán para presentar mi novela La familia vino del norte, me lo negaron. La razón: era una novela “política”. “¿Política?” Lo comenté esa noche en una reunión donde estaba presente Rafael. Al día siguiente me llamaron de la Delegación para ofrecerme el Foro; me dijeron que había habido una equivocación. En el acto me imaginé que había sido él quien había arreglado el problema. Le llamé curiosa. Su respuesta fue: “Para eso somos los amigos, Silvia. Allí vamos a estar todos los cuates”.
A veces hablamos de él Hernán y yo. Como que uno no se acostumbra fácilmente a la partida de los amigos. Además, hay pocos personajes en la literatura mexicana tan intensos como él. En realidad era un personaje, un personaje que fue surgiendo de su propia literatura, fortalecido y complejo; un ser humano que se fue echando a la bolsa a mucha gente por su entrega y su generosidad.
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