Mi familia y la Bella Durmiente cien años después El cuento favorito de María es La Bella Durmiente, y el tío |
Samperio, Guillermo: La literatura perdurable de SM |
Samperio, Guillermo Comala, No. 39, pág. 12, 14 de noviembre de 1993 El Financiero La literatura perdurable de Silvia Molina
I Conocí a Silvia Molina cuando fuimos jurados en algún concurso o cuando participamos en alguna mesa redonda. La memoria me traiciona con frecuencia, pero la sustancia de la persona la retengo y estoy seguro de que antes de aquel encuentro, ya había leído La mañana debe seguir gris, su único libro publicado hasta entonces, novela breve que me dejó una impresión de vaga melancolía que aún perdura. Me sentí contento y orgulloso de compartir aquellos instantes con su autora. Días después, la pensé una mujer suave, de conversación y ademanes discretos, prudentes, sin los vicios profesionales del intelectual competitivo. Trasegaba su experiencia académica y la densa educación paterna hacia formas delicadas de comportamiento. Andando por estas conclusiones, no pude eludir imaginar la identidad que se creaba entre su escritura y las maneras de su temperamento, el cual disimulaba una intensa actividad espiritual, una emoción que bullía y luego se ordenaba antes de salir, modulada por el ligero conducirse de la mujer. Recordaba aquello de que “el estilo es la persona” y lo de “cuenta lo que principalmente conoces”. Desde su primer trabajo, Silvia Molina encontró el tono desde el que debía narrar; sus siguientes libros serían una evolución de ese espacio narrativo. Es un tono confesional que no se apresura, que despliega sus asuntos paulatinamente, por acumulación, y que no sabemos hasta dónde es testimonial y hasta dónde ficción. Es lógico suponer un tono donde se mezclan ambas dimensiones. Mientras otros escritores, como María Luisa Puga, Juan Villoro o Agustín Monsreal, incursionaban en cierta experimentación, Silvia iba contando directamente sus historias, apoyándose en esa ambigüedad que va haciendo cómplice al lector. Es más, antes de que cobrara fuerza esta corriente literaria, la autora de Imagen de Héctor ya la cultivaba, imperturbable ante la movilidad de las formas literarias de los últimos quince años. Tal vez su vínculo latinoamericano esté indicando una conexión, sin el tinte político, con la literatura testimonial, emergida en los sesentas, con autores como Rodolfo Walsh, el más influyente en el testimonio literario.
II Es difícil hablar de los textos de Silvia Molina, por la sencillez de su lenguaje. Me sucede algo similar con Katherine Mansfield y, en algunos cuentos, con la Carson McCullers menos faulckneriana. He notado que, girando un poco la mirada, la dificultad se disuelve y se oculta en el lenguaje mismo, apegado a los sucesos y a las cosas, con una débil mataforización. Al privilegiar los nombres primeros, los de la apenumbrada costumbre, los que nos hacen transcurrir el día de la cotidianidad, al privilegiarlos se genera una especie de estilo neutro, apoyado más en discretas soluciones coloquiales que en las abstractas y las introspectivas. Por este territorio parecen transitar también las historias de Ángeles Mastreta. Un estilo neutro facilita el trabajo de traducción y su lenguaje se va mermando muy lentamente. Toma fuerza de las estructuras y de la colocación de las escenas. La tensión del relato se va elaborando en la contraposición de las acciones, sustentadas con frecuencia por inconfundibles caracteres, cuyo discurso es más confesional que interiorista. Quizá el esquema de construcción es más evidente en algunos cuentos de Katherine Mansfield, como “Matrimonio a la mode”, donde la autora opone los principios del británico tradicional a los de la mujer inglesa que busca modernizarse, o en “La fiesta en el jardín”, donde chocan dos niveles sociales. El esquema se hace menos visible en la McCullers, aunque persista en el fondo de la trama, tal el Jockey que enfrenta a su entrenador, o la mujer alcohólica que derrumba los valores de la familia norteamericana clase media.
III Los cuentos de Silvia Molina se encuentran en esta dimensión de la narrativa, moderna en las soluciones estructurales. Comienzan cuando el conflicto de la historia ha madurado y está por resolverse; desde el principio los personajes dirimen la circunstancia en la que se encuentran involucrados. Hacen una vuelta para rememorar los motivos que los han puesto en esa situación y entonces acuden a un final consecuente con la estructura. No querría decir que se trata de una escritura femenina –de la cual Silvia toma distancia–, porque el que puso una huella importante al inicio del camino fue Guy de Maupassant y, muchos años después, Sallinger, pero los textos fuertes de Carson, la Mansfield y Silvia se gestan cuando las voces del narrador pertenecen a las mujeres, cuando los acontecimientos son protagonizados por ellas, como sucede hasta en cuentos célebres de Maupassant y el mismo Sallinger. Una de estas voces se desplaza por Un hombre cerca; la historia va siempre contada desde la mirada de una mujer que está inmersa en el conflicto. La mayoría de los cuentos, que son siete, son historias de triángulos amorosos, en el desamor y el amor; los otros medran en el ámbito familiar, husmeando en la relación amor-odio de la mujer-niña con sus figuras paternas. Se abren los trasfondos urbanos de la Ciudad de México y esa intimidad un poco pesarosa de los chilangos cuando están en sus habitaciones. Silvia describe con facilidad ambientes y personajes, va siendo fiel a la costumbre mexicana. Hago este énfasis porque al lector desprevenido pudiera parecerle muy llano el lenguaje, debido a su demasiada cercanía con él. La necesaria distancia con el texto se da advirtiendo la trama y el juego de las contraposiciones. Cualquier otro lector latinoamericano advertiría también su diferencia con el lenguaje. Por ello hablé de las bondades del texto para la traducción. A veces, este tipo de relatos van cobrando presencia con el paso del tiempo, como ha sucedido con La mañana debe seguir gris; el universo de sus palabras resalta desde los modos del habla de los años setenta, es como una erosión que actuase de la lengua distante. Por eso es difícil hablar de los textos de Silvia Molina, por las delicadas hojas en que se entrama su estilo en la sencillez de su lenguaje que deviene en la facilidad para hacer literatura, para contar, para poner a vivir con transparencia a sus fantasmas. Aquí, el vocablo facilidad señala la sustancia de las formas narrativas de Silvia Molina, sin despreciar la dificultad que implica construir el relato y el tiempo extenso que invierte la autora para elaborar ese tipo de discurso. Ya José Emilio Pacheco la ha señalado como una prosista que ha vuelto a las formas nítidas de narrar, frente al cansancio de la experimentación, preguntándose si sería una veta perdurable. Me gustaría, finalmente, referirme en especial al último cuento de Un hombre cerca, titulado “Fantasmas”. Conservando la misma intensión de lenguaje que los otros, enfatiza en los giros coloquiales de los años cincuenta, en sus escenarios, en los personajes característicos de la todavía ciudad pequeña (cinco millones de viejos chilangos) y en algunos objetos de la época. Es un relato pariente de Batallas en el desierto, o complementario, como gemelos han sido La campana de cristal y El cazador entre el centeno, por un lado la visión adolescente femenina y por otro la masculina, ante el mundo adulto. En Silvia y José Emilio, la del infante: citadino en Pacheco y la de la niña capitalina en Molina, ante similar circunstancia humana. El de Pacheco está más cercano de un cuento largo y el de Molina de una micronovela, conformada por diversidad de voces de aquellos años, a través del recuerdo de una señora: las sirvientas, la abuela de provincia, el gachupín de la familia, las mujeres urbanas, el chino comerciante, un teporocho y el habla sabrosa del momento, personaje central de la micronovela. Es la prosa más extensa del libro y colocada al final con malicia. Es imposible no identificarnos con estas historias. Se quedan adheridas a nuestros sentimientos como una ligera capa de nostalgia que, aunque nos lavemos las manos del espíritu, no se desvanece.
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