Mi familia y la Bella Durmiente cien años después El cuento favorito de María es La Bella Durmiente, y el tío |
Martínez de la Escalera, Ana María: La intensidad del descontento |
Martínez de la Escalera, Ana María El Nacional, 19 de abril de 1994. “La intensidad del descontento”
Silvia Molina, Un hombre cerca, México, Cal y Arena, 1993.
Hemos llegado a pensar que las palabras con las cuales describíamos nuestra cultura no expresaban ni una verdad refugiada en nuestra naturaleza humana, ni representaban la verdad alojada en el mundo. Lo mismo parece haber acontecido con los vocablos que utilizamos para describirnos a nosotros mismos, a los deseos e intereses que nos constituyen y que resumimos como nuestro íntimo Yo. El mundo y la naturaleza humana no hablan sin embargo, sólo nosotros lo hacemos. La naturaleza humana parece hablar sin importarle lo anterior a través del Yo, esa unidad centrada, interior, propia y apropiada por ser efectivamente lo más cercano a nosotros mismos. Esta evidencia de cercanía y de acceso privilegiado a nuestra identidad personal ha sido, desde Freud y desde Nietzsche, desbaratada en su fundamento más profundo y resistente. Vimos desde la filosofía y la literatura desbaratarse las filosofías del sujeto y las de la representación que tenían como centro ese vocablo Yo. La literatura —las literaturas— ganarían con ello. Fue una actitud, un gesto que instaló la alteridad en la escritura antes que simplemente la moda o las vanguardias. Woolf lo hizo y lo hizo también Joyce. en los primeros momentos del modernismo anglosajón. En nuestra parte del mundo y lengua lo hizo más la poesía que la narrativa en un principio. Esta última pareció interesarse más por la temporalidad de la mente, del discurso, de la lengua y del pensamiento así como de la historia. En el caso de la escritura femenina, es decir, escrita por y sobre mujeres, el efecto fue si se quiere asombroso. Primero, permitió, al desconfiar del discurso orientado por la figura o metáfora del Yo —criticando en ella su unicidad y naturalidad, tanto como su poder y autosuficiencia— la aparición de otras voces que no necesariamente pretendían ocupar el lugar del sujeto y en cambio sí deseaban permanecer en el anonimato que el pronombre personal confiere al texto. Segundo, debido a lo anterior, esas literaturas pluralizaron la experiencia del Yo, convirtiendo una metáfora nacionalista en un tropo romántico, por el cual el yo es siempre provisional y jamás el descubrimiento de algún tipo de fundamento o criterio último de verdad que anidara en la subjetividad. La literatura escrita por mujeres pudo realizar el proyecto romántico hasta sus últimas consecuencias de oponer la idea de invención a la de descubrimiento. Los relatos de Un hombre cerca continúan esta —si puede decirse— tradición. Finalmente hemos comprendido que había algo de útil en la noción romántica de que la verdad es algo que se hace antes que algo que se devela, porque algo en nuestra naturaleza clama para revelarse. Que las mujeres lo hayan comprendido, y los personajes de Silvia Molina parecen haberlo conseguido, es una gran ocasión para la literatura y para la vida. Esta concepción romántica fue ciertamente y sigue siéndolo, un acierto. No hay que olvidar que la desconfianza hacia el olvido de la naturaleza metafórica, sustitutiva, redescriptiva del Yo permitió a las literaturas alternativas, en especial aquella escrita por y sobre mujeres, poner en cuestión su propia historia. Hacer esta historia pero hacerla desde una perspectiva altamente crítica, esto es, irónica, como nunca antes en la vida de a escritura femenina. Se acostumbraba, por el contrario, hacer la historia de lo femenino y de su escritura desde una posición o gesto dramático, desde la compasión. Gesto por el cual un yo individual se abrogaba el derecho de hablar por las demás siempre y cuando fueran del mismo sexo, es decir, de la misma naturaleza. Cosa que está por discutirse y no es de ninguna manera una esencialidad sino una condición. Derecho pues de hablar por las demás voces, de representación fiel y adecuada de los deseos y necesidades de otros en función de una similitud de naturaleza muy cuestionable. Por otro lado, el Yo plural se opone necesariamente a esta actitud. Las voces de Silvia Molina, tanto en este libro como en los anteriores, son diversas y no pretenden ser las diferentes caras de Eva. En pocas palabras, no tienen pretensiones metafísicas; en breve, no pretenden. El Yo plural pone al descubierto el origen narcisista de la compasión. Nos permite pensar, en tanto lectoras, que no es necesario reconocernos e identificarnos en todas las mujeres, basta con oírlas. Se puede sostener que podemos ser solidarias sin ser semejantes, podemos reconocer a las otras no en nosotras mismas sino en su alteridad, en la dificultad para entender sus léxicos últimos, sus descripciones de sí mismas. La solidaridad es un gesto, no una filosofía. El libro de Silvia Molina nos presenta gestos, no reflexiones filosóficas. En él encontramos de manera evidente la sedimentación de la historia de la escritura femenina, una cierta astucia irónica de la misma. Es más un texto que ha sabido extraer lecciones de la lectura que un libro del que sea preciso extraer una lección. Esta sólo interesa, si cabe, al autor pero no a su función como autor. Es decir, no agrega nada a la lectura del libro, solo la desfigura. No sólo es difícil reconocernos en esas voces femeninas que atropelladamente hablan de sí mismas, se relatan, ya que la forma literaria que se niega a ser narrativa, objetiva, no lo permite. Incluso parece que esos pequeños textos, conscientemente descriptivos, nos obligan a proponer de cada una de nosotras una descripción alternativa, diferente, más conveniente. Rorty ha escrito a este respecto que como no hay, más allá de los léxicos, algo que sirva como criterio para elegir entre ellos, sólo resta comparar descripciones, no comparar ambas con el original. Por eso, continúa, nuestras dudas acerca de nosotros mismos y nuestras culturas no pueden resolverse acudiendo a ninguna filosofía sino extendiendo nuestras relaciones. Y que mejor manera de hacerlo que leyendo libros. Personas y culturas son léxicos encarnados, dice el norteamericano, y sólo comparando, es decir respondiendo a una descripción con otra, podemos modelar nuestra propia existencia. Si esto es así, y creo poder compartir sin problemas la convicción rortiana respecto de las literaturas, la función otorgada antes a la reflexión ética, a la filosofía política y a la de la vida, ha perdido fuerza y credibilidad, y en su lugar los individuos estamos recurriendo, cada vez más, a la literatura. Tal vez Barthes, el semiólogo francés, había diagnosticado muy acertadamente la modernidad al escribir que los modernos habíamos aprendido a enamorarnos cuando la literatura inventó el amor romántico. Pero, olvidó agregar que hemos aprendido a ironizar sobre la experiencia amorosa también gracias a la literatura. Ironizar significa en este contexto poner en cuestión, dudar, desconfiar, y no sólo indica una actitud, un gesto social o espectacular, sino como Silvia Molina muestra, comprende un ejercicio literario específico y enriquecedor. Esas voces que parecen contradecirse, que parecen siempre no saber respecto de sí mismas son el ejemplo más acabado de la ironía, como operación que provoca la verdad del texto. Lejos de ser simples relatos anecdóticos, los textos de Silvia Molina son como los fantasmas de Tona y de la parentela de la protagonista de Fantasmas: son oportunamente devastadores en su ironía, en su inversión de lo bello, lo bueno y lo verdadero. Modelar es aquí, en el libro, la palabra clave, pero no el sentido último del texto. Éste cuando mucho es provisional y contingente; la clave por el contrario es de la más pura operatividad. Las voces son en tanto personajes modeladas y remodeladas, lo que hace aparecer cada relato no como un texto cerrado sino caído. Caído en el sentido en que hablamos de una humanidad caída después del pecado original: es decir, desdivinizado, secularizado. Quizá por eso el libro no termina su empresa, parece aborrecer de todo absoluto y contentarse sólo con la intensidad de la ironía. O, lo que es lo mismo, deleitarse con la intensidad del desconcierto. Pero éste no está en la naturaleza de sus protagonistas, lejos de ello, se trata del descontento ante la palabra, ante la escritura. Se trata, como es fácil ver, del único descontento útil: el de la voz femenina. Por todo ello, los relatos de Silvia Molina se presentan como una completud: la de la utilidad del descontento. |