Mi familia y la Bella Durmiente cien años después El cuento favorito de María es La Bella Durmiente, y el tío |
Quemain, Miguel Ángel: Silvia Molina, la identidad como pasión |
Quemain, Miguel Ángel El Gallo Ilustrado, Semanario de El Día 27 de mayo de 1990, pp. 12-14. “Silvia Molina: la intimidad como pasión”
La mañana debe ser gris es una novela que se afirma en aquello que niega: el olvido. Es la historia, el testimonio de una fragilidad, la amorosa, que se continúa y sobrevive en la escritura. La historia parece simple: una joven mexicana de clase media se enamora en Londres de un poeta, mexicano también, con el poder trasforma los prejuicios “pequeños burgueses” de la enamorada en la entrega y la ilusión paulatinas que, antes de realizarse plenamente, la fatalidad clausura con la muerte del amado. Es una historia, de todos los días, que ha transformado su valor a través de la literatura. ¿Es posible escribir una autobiografía que no sea una novela? ¿Cómo?, ¿cuál es el valor de esta experiencia? Molina utiliza tres personajes “reales” o fácilmente identificables en el contexto del medio cultural mexicano; el poeta tabasqueño José Carlos Becerra, enamorado de la narradora (que nunca dice su nombre) Hugo Gutiérrez Vega, poeta y diplomático mexicano y su esposa Lucinda que cumplen la función de fijar un estatuto de verosimilitud en la novela. Conjunto a esta operación, se elabora un eficaz mecanismo de ficción que exige una lectura poco apegada al terreno testimonial y autobiográfico. Aunque el caso mexicano exige sus matices es interesante vincular esta experiencia con una curiosa coincidencia temática. En un artículo que forma parte del dossier Biografía publicado en la revista Quimera, No. 4, José Miguel Oviedo señala “desde mediados de la década del 70, se ha acentuado en la literatura hispanoamericana una tendencia que ya cuenta con suficientes ejemplos como para reclamar cierta atención y constituir un fenómeno significativo; la que hace de la creación un vehículo fundamentalmente biográfico o autobiográfico”. Oviedo no omite casos anteriores a esa década (Rayuela, Paradiso y aun Don Segundo sombra), señala la concentración y coincidencia con la que se están produciendo estos esfuerzos (sin contar, claro, con los conocidos elementos autobiográficos en la obra literaria), “es como si hubiese llegado la hora de hacerlo y desplazar el foco de la atención hacia personajes reales y reconocibles que pueden ser el propio autor con pelos y señales”. Esta nueva actitud revela el rompimiento con la atávica y moralizante consideración de excluir elementos personales en la narrativa con el propósito de “purificar” la ficción. En la primera parte de la novela, Silvia Molina combina, entre el 1o. de noviembre de 1969 y el 27 de mayo de 1970, 72 fechas significativas: efemérides nacionales e internacionales que desprende de medios noticiosos y significativos sucesos personales. Es una forma del diario que nos propone hechos que se atienden con pinzas, bajo una mirada de extrañeza que nos revela los intereses y la politización del narrador: la atención al homenaje que los jóvenes checos le rinden al sacrificio de Polach frente a la ocupación soviética y ante los monumentos a las víctimas de los nazis, las noticias sobre Saigón, la protesta de Lennon contra el racismo y el coloniaje, los viajes espaciales, la oposición acallada por la tortura, el debate entre el éxito y el fracaso de los trasplantes de corazón, la separación de los Beatles... se descubre al individuo en el centro de su época y se reconoce el derecho de hacer memorable la fecha del enamoramiento. Esta cronología no sólo documenta parcialmente hechos significativos, trasluce y adelanta una anécdota simple que le apuesta al valor de la subjetividad y su intensidad emotiva. Preludio a lo novelesco y la novella misma. En esta primera parte se instalan elementos del diario y la autobiografía, que en la segunda se encargará de diluir. ¿Pero cuál es el proceso que fija una originalidad a partir de la normatividad que imponen los géneros mencionados? La autobiografía es un “relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, cuando pone el acento sobre su vida individual y en particular sobre la historia de su personalidad” (Philippe Lejeune, Le pacte autobiographique, cit. Abraham Bengio en Quimera No. 5). Esta relación le garantiza al lector que el autor, el narrador y el personaje son el mismo; “cosa que no pueden lograr ni la autenticidad (a menudo incomprobable de los hechos narrados ni la sinceridad, (difícilmente medible) del autor” (Ibidem). Este “pacto autobiográfico” Molina lo consolida dotando al narrador de verosimilitud irrefutable, aunque no sepamos realmente si el narrador que jamás dice su nombre, es efectivamente el autor. Esa certeza es extraliteraria. En cuanto al dilema ¿Qué clase de autobiografía?, se resuelve nuevamente en la combinación de tramas por una parte ofrece el relato detallado, espacial y temporal, de su contingencia amorosa y por otro asume la paradoja de la “autobiografía” proustiana, es decir, “explorar a una visión del mundo, enseña un idioma nuevo: el dialecto del artista”. (A. Bengio, Proust y la Subversión de la autobiografía, Quimera No. 5 p. 31) que generalmente aparece como dos tendencias opuestas. Aquí se conjunta a través de dos expresiones con dimensiones existenciales diferentes: el amor y la muerte, que son, a un tiempo, principio y fin del relato. En esta novela lo autobiográfico no se manifiesta como de ordinario, sucede en la intención de “inmortalizar” la propia esencia singular, antes del plazo fijado por la corrupción de la carne, en una lucha constante contra el tiempo enemigo (Ibid. p. 32). El conjunto de efemérides referido en la primera parte de la novela funciona al modo de un diario, un ancla que asegura la pertenencia a un contexto, a una atmósfera. “El diario, señala Rosario Ferré, es un género a medio camino entre el psicoanálisis y la creación artística, frontera en la que se funda el conocimiento intelectual y objetivo de una realidad exterior y el conocimiento subjetivo de una realidad interior” (Sitio a eros, p. 40). Este procedimiento completa el ámbito “realista” en que se inscribe la novela, al quedar justificada plenamente la presencia, en primera persona, del narrador. Dice Emerson que ésta “no es una representación de la realidad, como lo son el cuento, la novela o el cine. Esta, señores, es la realidad tal cual es, es su proposición implícita” (Ibid. p. 41). Hay quienes seguramente interpretarían esta preferencia fuera de todo recurso técnico y estructural, atribuyendo a esa elección una razón de índole sexual. El diario comúnmente se relaciona con el conjunto de actividades ociosas, esencialmente femeninas; no estamos frente a un diario o una bitácora de un viajero, ejercicio fundamental de un escritor aventurero; y aunque el escenario de la narradora no es precisamente el de su país, el corte temporal refiere únicamente un proceso de intimidad sin poner demasiada atención en el espacio londinense. Rosario Ferré afirma que “el diario es ese lugar secreto donde (la mujer) encuentra su autenticidad, libre de los prejuicios de los que siempre ha sido víctima” (Ibid. p. 48). No coincido con este punto de vista como única explicación, limitada a distinguir y a prolongar la eterna discusión ¿existe una literatura femenina? Sin embargo me parece importante retomar la idea de libertad que se desprende de un acto tan íntimo como la escritura, donde efectivamente el sujeto se libra “de los prejuicios de los que siempre ha sido víctima”. Este memorial (entendido aquí como la transformación crítica y productiva que Virginia Woolf hizo del diario) no sólo desea sustituir un mundo por otro, sino que desea abatir el paso del tiempo. La realidad que ofrece como alternativa intenta ser una repetición perfecta de sí misma” (Ibid, p. 41). Sin embargo posee cualidades que fuera del marco estrecho de fechas significativas y efemérides rebasan las reglas de género para situarlo como una de las características de lo que Barthes caracterizaría como discurso amoroso: El discurso amoroso, dice, “es mi propia leyenda local, mi pequeña historia sagrada lo que yo me declamo a mí mismo. Es la declamación de un hecho consumado coagulado, embalsamado, retirado del hacer pleno” (Fragmentos de un discurso amoroso, p. 106). El francés agrega: “si yo llevo un diario se puede dudar de que ese diario relate, hablando con propiedad, acontecimientos. Los acontecimientos de la vida amorosa son tan fútiles que no acceden a la escritura sino a través de un inmenso esfuerzo: uno se desalienta de escribir lo que al escribirse, denuncia su propia chatura”. Lo que declara Barthes ciñe inevitablemente el libro de Molina al advertir el inminente carácter novelesco del relato de amor: “el sujeto amoroso puede escribir por sí mismo su novela de amor. Sólo una forma muy arcaica podría recoger el acontecimiento que declama sin poder contarlo” (Ibid., p. 105) “sólo el otro podría escribir mi novela” y ese otro es José Carlos Becerra cuya parte reconstruye la misma Molina y la inventa a través de poemas que sirven de epígrafes en cada uno de los capítulos de la segunda parte. Al final de esa cronología con la muerte del amado, se cierra un libro que abre otro, el de la narración, de lo novelesco que nuevamente con Barthes nos confirma la actualidad mítica que justifica la literatura del amor: “dos mitos poderosos nos han hecho creer que el amor podía, debía sublimarse en creación estética: el mito socrático (amar sirve para engendrar multitud de hermosos y magníficos discursos) y el mito romántico (produciré una obra inmortal escribiendo mi pasión)” (Ibid., p. 119). Así Molina acepta tácitamente lo que su pasión exige que es al mismo tiempo demanda de la escritura “y lo que ningún enamorado puede acordarle sin desgarramiento, sacrificar, un poco de su imaginario y asegurar así, a través de su lengua un poco de realidad” (Ibid., p. 121). El comienzo de la escritura es precisamente ahí, donde no estás. Esta ausencia que da principio a la escritura es el tema de la novela. Su propósito es resolver; a través de la literatura, el problema de la muerte que consiste en “restaurar la continuidad de la vida en respuesta a la amenazadora descontinuidad de la muerte” (James P. Carse, Muertas y existencia, p. 85) el rompimiento repentino de la frágil red de nuestra existencia, constituida primordialmente por la continuidad temporal de la vida. El desafío consiste en sostener libremente la personalidad y la “continuidad que se ha a vuelto mía” (Ibid., p. 22) porque no existe historia ni futuro fuera del compromiso que una persona establece libremente con otra. Aquí la escritura se convierte en una continuidad más altar que la “amenazante discontinuidad de la muerte” y el autor declara: es por eso que estoy aquí, solo, narrando, contando todo con la impotencia y la certeza de carácter irrefutable de la muerte, la escritura es el reconocimiento de “que la muerte no nos ha quitado nuestra libertad para reconstruir las continuidades que ha destruido” (Ibid., p. 24). “Como relato, el amor es una historia que se cumple” dice Barthes y en ese cumplimiento consiste la reconstrucción de lo perdido sobre una estructura lineal que se corresponde con la ruta del diario, enriquecida por la continuidad y autonomía de los capítulos, el manejo del monólogo interior, flashbacks, sueños, cartas, el correcto apoyo en personajes secundarios para avanzar en la construcción psicológica de los personajes centrales, variedad de atmósferas, sin recurrir en todos los casos a referentes de tipo espacial y el manejo de elementos que se pretenden simbólicos, como la lluvia que después de manejarla como una misteriosa constante “la lluvia es un mito infectante” (p. 55), “haremos el amor, hasta que por fin una noche, cuando haya dejado de llover, resolverás venirte conmigo” (p. 101) “no en el riesgo de la lluvia” (p. 113) “duele la lluvia de afuera” (p. 48) la trivializa: “José Carlos, ¿llueve allá afuera? si, ya me di cuenta, hablo mucho de la lluvia, pero todos ustedes saben que aquí llueve mucho y además a mi me gusta hablar de ella... ¿llueve allá afuera? cuestión que en fin, ya averiguaré mañana...” (p .64). El tema de lo amoroso ha sido fijado a través del manejo de dos personajes fundamentales: Ella, la narradora, y José Carlos Becerra. Sabe utilizar, aunque no deja de ser muy convencional el procedimiento, a los personajes secundarios tal es el caso de Hugo Gutiérrez llega y Lucinda su esposa que cumplen la función de conectar a los personajes centrales. Lucinda, ya avanzada la narración, será un apoyo que contribuye a la realización de una toma de conciencia sobre la responsabilidad sexual de la narradora, cuando decide prevenirse de un posible embarazo. Al principio de la novela, Ella definida en el primer epígrafe del libro como una “niña extraviada”, como una “bella muchacha sin libertad”, expone su moral en confrontación con sus amigas, que sirven como un parámetro de las prohibiciones y transgresiones que la protagonista acepta o rechaza, pone a vacilar y revelan al mismo tiempo la ambigüedad y la hipocresía que sostienen el recato y el dominio propio. Consideran un cálculo mojigato la actitud tímida de Ella frente a la galantería de Becerra y a un tiempo la califican de tonta al rechazar la proposición del poeta para quedarse una noche él, en su departamento. La función de estos personajes sin rostro se completa con la actitud de la tía, quien más que un personaje, es la representación de una moral que se establece para dirigir la conducta de una jovencita clasemediera. Ella, lo sabe y lo plantea desde el inicio de la novela, donde la novedad del viaje es al mismo tiempo una forma de ser extranjero en el territorio de la libertad: “18 de noviembre. Me doy cuenta de que la estancia en el departamento de mi tía, no será del todo agradable. Además no puedo dormir bien en el sofá; pero tendré que ir acostumbrándome (a mi tía y al sofá)” (p. 12) más adelante refiere: “21 de noviembre. Mi pariente más cercano me vigila constantemente” (p. 12). El círculo de la moral se cierra con Mr. Wolpert, una especie de portero, un hombre conocedor del rigor de la tía y al mismo tiempo un silencioso casi-cómplice de Ella. Al otro lado de la moral, está la madre y la familia frente a las cuales Ella se presenta como un ser independiente (claro, con la formación a cuestas) que opone a los prejuicios de la tía: “mi mamá me respeta y me tiene confianza” (p. 41) (en el plano de la relación amorosa esto quiere decir: ¡mis prejuicios son míos!). Esta defensa es la expresión de las libertades que se reciben como una de “regalo” familiar. (Confío en ti, en la educación que te he dado). Respecto a la familia, nos ofrece, sin traicionar su postura narrativa y recurrir a explicaciones aburridas, a través de la distancia nostálgica que muestra la carta de la madre, el lugar que ocupa por medio de una respuesta “mental” que elabora al tiempo de leer la carta: “Queridos hermanitos que me extrañan, aquí me tienen bajo el chipi-chipi continuo de Londres a salvo de sus malos tratos, ¡ah! mi hermana mayor debe extrañar mucho mis blusas, faldas, vestidos y zapatos, qué lástima que no puedes estar aquí!, ahora sí te presto todo lo que tengo con mucho gusto, anda ven a ponértelo todo, toditito. Y si quieres te presto también a mi tía que me queda un poco grande. A mis hermanos varones les suplico que si me extrañan, no rayen mis discos, no presten mis libros y no asusten a mis amigas. Les quiero preguntar ¿ahora a quién fastidian todo el día con sus ve, dile, tráeme, hazme, sube esto, vaya por aquello, etc., etc., etc.?” (p. 46). Otros dos personajes son Patricia y Mario, desdibujados y funcionales. Patricia aparece de modo sorpresivo, establece una relación inverosímil, en un capitulo forzado y mal dialogado, y sirve de asidero para conseguir la ansiada independencia acompañado (como un homenaje a Virginia Woolf, además de la broma de José Carlos que es una referencia directa a la escritura inglesa), de la eterna demanda femenina: “solamente en la tranquilidad de un cuarto propio podré decidir mi vida” (p. 105). En el caso de Marlo, para Ella cumple la función de “verificar” su amor por el poeta, al poner a prueba una idea vaga de la fidelidad y en el conjunto de la novela contribuye a mostrar algunos rasgos de Ella y José Carlos. El diálogo fundamental de la novela se establece entre José Carlos y Ella a través de un juego de intercambios: lo que ella dice de él, lo que ella dice que él dice sobre ella y lo que él dice de ella en los diálogos. La figuratización de lo amoroso es transparente y fácilmente clasificable: el enamorado como místico: lo único que conoce es lo incognocible del otro, la dureza por amor, la subestima de uno de los dos, el abandono progresivo del propio mundo para instalarse en el amado, la ausencia como deriva, la unidad como condición del amor, la negación de la mentira que cede su lugar a la inocencia encarnada en el moralismo falso” (Nietzche, La genealogía de la moral). Ilustraré con algunos ejemplos: (la dureza): —“A veces es duro conmigo, pero dice que es porque me quiere” (p. 16). (la unidad): — “Quiere que me decida a vivir con él” (p. 16). (la ausencia): —“Día tras día consulto el mapa buscando tus pasos” (p. 20). —“Lo deje ir haciéndome mil cuentos, cuando no creí en el riesgo de la lluvia, su adiós fue una ruta para mi olvido tuve miedo de confundirme en la sombra y darle a mi cuerpo el silencio de lo oculto, de lo no convencional: (como tú me dijiste)” (p. 113). “Inversión Histórica, diría Barthes; no es ya lo sexual lo que es indecente; es lo sentimental, censurado en nombre de lo que no es, en el fondo, más que otra moral” (p. 193). Subestima: “le pregunto a José Carlos cómo es que sabiendo tanto de todo sale conmigo que no sé nada” (p. 42). Ante el desconocimiento del otro el enamorado se califica, sabe que reconocer al otro significa conocer su deseo, es decir lo indescifrable y declara: “no puedo descifrarte porque no sé cómo me descifras” (Barthes p. 156). mundo del otro: “todo lo veo y lo mido a través de tí... dejo una orden para entrar en otro y es difícil dejar uno que no funciona para tomar el tuyo del que no estoy muy segura, ¿me aferro a él sin abrir los ojos?: ¿es esto estar enamorada? un caso extraño que nos invade y que nos gusta” (p. 58). En esta incertidumbre se derrumba una mitología: “no es cierto que cuando más se ama mejor se comprende: lo que la acción amorosa obtiene de mí es solamente esta sabiduría: que el otro no es para conocerlo; su opacidad no es en absoluto la pantalla de un secreto sino más bien una especie de evidencia en la cual se anula el juego de la apariencia y del ser” (R. Barthés, p. 157). Este procedimiento muestra una psicología frente a lo amoroso pero es también el lugar común que describe una estructura mental de nuestra cultura que inscribe lo amoroso en un orden previsible que sin embargo se debate con las respuestas siempre indescifrables del individuo y su devenir La mañana debe seguir gris es una novela bien hecha, nada sorprendente, fresca como primer novela a pesar de la utilización de elementos muy probados que contrastan con la original combinación con géneros (el diario y la autobiografía) que aparecen eficazmente diluidos a nivel de lenguaje estimada, por momentos logra pasajes poéticos construidos fundamentalmente a través de metáforas que desmerezcan frente a las que propone con los poemas de José Carlos Becerra, utilizados como epígrafes. En general el tono es directo, digamos “objetivo”, lo que interesa es contar y lo hace con una técnica que hace fluir la narración por acumulación. Finalmente, una acotación que nos muestra la decisión de ser en la escritura y que de algún modo es el material de su deseo, “El deseo, lo es de carecer de lo que se tiene y de dar lo que no se tiene: cuestión de suplemento, no de complemento” (Barthes, p.246) y, que al mismo tiempo nos previene sobre el origen de este libro: “Quisiera escribir un libro aunque él no lo leyera...” (p. 17).
Molina, Silvia, La mañana debe seguir gris, Ediciones Cal y Arena, México, 1989. |