Mi familia y la Bella Durmiente cien años después El cuento favorito de María es La Bella Durmiente, y el tío |
García Aguilar, Eduardo: De SM. Una novela de mujer |
García Aguilar, Eduardo “De Silvia Molina. Una novela de mujer”, Excélsior, sec. Cultural, 18 de marzo de 1981. Sobre La mañana debe seguir gris
Temblorosos, húmedos como los moluscos, balbuceantes, los hombres nos hemos escondido tras las palabras, ocultando miedos, deseos, esgrimiendo la máscara. No es osado hablar de una novela de hombre, avejentada en la simetría de los palacios dictatoriales o de los burdeles grotescos, y una novela de mujer hundida hasta la médula en el amor y en el cuerpo. Esto no olvida las excepciones que confirman la regla y una generación de jóvenes narradores que ya no temen desnudar en sus textos los temblores de la duda y la palpitación de sus corazones alejados hoy, por suerte, del pipi garcíamarquesco, el burdel vargasllosano y el fusil agrícola con los que se ha ametrallado a la literatura latinoamericana. La mujer, cuando toma su pluma nos conduce por los contornos de su cuerpo, nos hace sentir el temblor de sus pantorrillas y nos habla de la media de vela con idéntica ternura que del matrimonio, la infidelidad, la entrega o la mentira y nos introduce por el caminito rosado que un día la vilipendiada Erica Jong supo abrir a muchas mujeres: el violento y a veces doloroso encuentro con su propia tragedia o su propia belleza: el miedo a volar. La mañana debe seguir gris de la novelista mexicana Silvia Molina (Joaquín Mortiz, 1977, 116 pp.), es en tal sentido, una verdadera novela de mujer. En el centro de la anécdota una joven mexicana que estudia en Londres descubre paulatinamente el amor. En la tangente, filuda, un hombre, el poeta, también mexicano, José Carlos Becerra, trata de resquebrajar todas las formalidades y miedos de la joven protagonista. Esculpida entre el desespero y la inquina, una tía sosa, odiosa, lamentosa quien representa el poder de la sociedad pacata y las cadenas de la momificación. Al lado, revoloteando como en las tablas de un teatro vacío, amigos, reuniones sociales, compromisos, mascaradas, cuyos lazos de hierro invitan al bostezo. En la autopista novelística, viajamos en un automóvil de sueños. La primera mirada, esa mano velluda y fuerte que en un momento roza y asa otra suave, junto al caracol de una escalera: los cabellos ondeantes que se chocan como albricias de alientos y deseos totales. El automóvil recorre los temblores primigenios de la mujer enamorada, nos introduce al sendero de la mitificación, sin obviar la palpitación tímida de un corazón que vuela enardecido por los senderos de una loca lujuria. Así como la vida sin amor es un escenario vacío de personajes y una platea hueca en donde el eco ciego del frío se cuela por entre las cortinas, La mañana debe seguir gris, va armando tras bambalinas, la farnofélica parranda de la ilusión y de los absolutos. El amor, cuando irrumpe, es la construcción de un nuevo absoluto, es el ciego olvido de todo lo pasado, el reinicio de una palabra, hablar otra lengua cifrada en crochets que desovilla Penélope. ¿Cómo girar en el peralte de esa autopista hasta reposar en el cuerpo deseado o en abrazo tentador? Los puntos de ruptura son pequeños detalles como el golpeteo de una puerta que no se abre y la espera en los corredores de una muerte prematura, la espera de una llamada o la percepción de pasos intranquilizantes sobre los tapices de la locura. En esas calles frías, salpicadas por el chipi-chipi, en el bus, en la escalera, en el diálogo insulso y hasta en el beso falso de otra boca utilizada, en medio de tantos pisos y escaleras pulcramente enceradas, tras el florero de una mesa, rodeada de deleznables y grasos sátrapas de librea, la protagonista decide romper el sortilegio del hada mala, despertando de un sueño carcomido por el musgo y el liquen de la familia. Flotando como una sonámbula, cubierta con la túnica de lino cerrado, decide lanzarse al amor sin miramientos. Cuando al otro lado de la autopista macabra están al fin los dólares con los que irá al encuentro del poeta amado, “Arreglaré mi equipaje cuanto antes, pondré el vestido amarillo que tanto le gusta, cuando me vea llegar no lo va a creer, me dejaré suelto el cabello y se sentirá feliz de jugar con él, de decirme que es como la noche...” asesando, casi, la protagonista choca en el mismo coche triste en el que horas antes y kilómetros allá, el amado ha muerto. Desde entonces el húmedo ojo y la temblorosa mano, la piel discretamente reseca por la lágrima, el arrume odioso de las ropas frustradas entre las negras paredes de una valija, el blue-jean depositado sobre un muslo triste, todos esos objetos petrificados en la muerte no habrían de eternizarse sino en esta tierna novela que nos invita a los hombres a volcar sin temores la delicada y mustia duda del amor.
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