Mi familia y la Bella Durmiente cien años después El cuento favorito de María es La Bella Durmiente, y el tío |
Aguilar Tagle, Agustín: Ascensión Tun de Silvia Molina |
Aguilar Tagle, Agustín “Ascensión Tun: de Silvia Molina”, Proceso, núm. 285, 19 de abril de 1982, pp. 55-56. Han pasado ya cuatro años desde que Silvia Molina, amiga y antigua colaboradora de Elena Poniatowska, lejana cultivadora de violeta africana, nos permitió leer, en Joaquín Mortiz, una de sus historias de amor: La mañana debe seguir gris, el recuerdo de la experiencia afectiva entre una pequeña burguesa y un poeta inmenso, extraviados los dos, cada uno de acuerdo a su estatura en la bruma londinense; recuerdo segundo de la inexorable evocación de una muerte no presagiada. El testimonio pasional vuelto, como siempre, tragedia; pero ahora llevada hasta su última consecuencia, la muerte, la ausencia total, la muerte verdadera. La de José Carlos Becerra, con la que termina un momento irrepetible de la poesía mexicana y una de las pocas novelas confesionarias con que cuenta nuestra historia sentimental. Desde entonces, desde que se sentaba en primera fila para escuchar los exquisitos desparpajos de Huberto Batis en la Facultad de Filosofía y Letras. Silvia ya andaba como loca: con la cabeza llena de quelonios. Los reunía, los ordenaba, los disecaba en fichas, taxidermia que, claro, la condujo al oficio más inmediato, acabó por convertirse en domadora de tortugas, en el circo editorial de Martín Casillas, en el que trabajó también, por cierto, un amigo de Silvia domador de universos, Hugo Hiriart, quien se halla ahora en el departamento de títeres de otro circo. El espectáculo de Silvia, encuadernado a principios de 1981, se llamó Leyendo en la Tortuga, y en él se pasean, con andar parsimonioso, las tortugas mitológicas, las simbólicas, las zoológicas, las sexuales, las literarias, las enciclopédicas, y otras más. Libro en el que retoza la cultura, descifrando a un reptil que es lento hasta en su paso por la vida, y que ha servido, entre otras cosas para sostener la fabulosa ignorancia de ciencias pasadas, las ciencias convertidas en poesía –prueba de que el tiempo también humaniza a la naturaleza. Y ahora, tras haber logrado una beca en el Centro Mexicano de Escritores, Silvia Molina nos sorprende con una novela: Ascensión Tun (Martín Casillas Editores), sugerida por un episodio de la historia de Yucatán, la llamada Guerra de Castas, sangrienta lucha civil iniciada a mediados del siglo xix, por los indios mayas del sur y del oriente de la península contra el resto de la población del centro, noroeste y occidente, quienes imitaron la actitud apóstata de aquellos tlaxcaltecas que sirvieron a los intereses imperiales. Un conflicto causado por complicados factores económicos, agrarios y políticos; pero, sobre todo, por la condición del maya, la de un pueblo inflamable como todo aquel que ha sido despojado de su propio ser, que ha sido arrojado hacia la orfandad. Los mayas encontraron, tras la humillación que la única respuesta vivificadora era aceptar los términos de la muerte, vivir con la muerte como peligro inmediato, divorciarse de esa sociedad que los escupía; pero no a la manera de digamos, un negro o un hipster, quienes se consolaron durante un tiempo con la excentricidad de actos inofensivos, sino a la manera de un pueblo sobreviviente de un pasado demasiado profundo como para olvidarlo por temor al opresor. Para un maya, existir sin raíces no tiene sentido; y, antes de convertirse en un psicópata filosófico, prefiere practicar una guerra santa. El maya es un místico que ha escogido en definitiva vivir con la muerte, porque la muerte es su experiencia. Y es que toda explosión social origina ciertas conductas mentales, sobre todo cuando hay vencidos y vencedores. Por eso, Ascensión Tun se vuelve el reflejo de aquel mundo interior manifestado por el desenlace de esta Guerra de Castas (el sometimiento de los indios). La frustración, el sentimiento de soledad, la experiencia del abandono; la vida convertida en una asfixiante casa de beneficencia, la casa de los huérfanos y de los olvidados. Todo ello está en cada uno de los personajes, pero, a la vez, hay una luz, y es el niño Tun el encargado de recogerla, de guardarla, de hacerla suya: la luz de las raíces. El razonamiento real que deben exponer siempre los personajes de esta novela, es la intensidad misma de su visión íntima: su razonamiento depende de esta visión, precisamente porque lo que sintieron en ella es tan extraordinario que ningún razonamiento de tipo lógico, ninguna hipótesis de “sentimientos oceánicos”, y ciertamente tampoco las reducciones escépticas pueden explicar lo que para ellos se ha convertido en la realidad más real: el desmembramiento, la oscuridad hacia atrás y hacia delante, la conciencia ardiente del presente que les ha abierto las posibilidades de la muerte. |