Mastretta, Ángeles
Columna Puerto Libre
Nexos, núm. 244,
abril de 1998, pp. 39-40.
(Fragmento)
Al absoluto por la multiplicidad
...Desde hace ya mucho tiempo tengo deuda con Silvia Molina. Viéndola vivir he confirmado mi certeza de que valen la pena la disciplina y la pasión cabal por las palabras.
Hoy, junto con el gusto que me dio acompañarla a presentar su novela El amor que me juraste, quiero agradecerle la sugerente presencia de su libro durante la semana en que di en preguntarme, otra vez, por qué hay cada día más personas capaces de varios amores al mismo tiempo. Fue muy grato coincidir con Silvia en una reflexión que hace tiempo me atrae tanto como a otros: ¿en dónde y de qué modo buscamos ahora los hombres y en particular las mujeres, lo que desde hace siglos buscan inexorablemente los hombres y las mujeres?
Silvia Molina tiene los ojos en paz, las manos tibias, una voz redonda con la que se acerca a sus amigos desconcertándolos. Uno diría que todo en Silvia está organizado para la armonía interior y la vida como un orden comprensible de cosas. Pero basta leerla para saber que como todo buen escritor Silvia tiene dos almas y un sinnúmero de entuertos que le urge conjurar. De esas dos índoles, de esa mujer dispuesta a desdoblarse en otra y en otros, nos da razón la novela a la que me refiero.
El amor que me juraste es un libro regido por las varias búsquedas de una mujer que no se conforma con ser nada más una y para un hombre, una y para un destino, una y para un solo tiempo. El amor que me juraste es el monólogo de una mujer que se pregunta por su pasado, que obsesivamente se pregunta por los delirios y audacias de sus padres, urgida de dar con la razón de sus propios delirios y audacias. Una mujer que viaja hasta la tierra de sus abuelos para hacer el intento de olvidar un amor fuera de lugar o, mejor aún, de encontrar lugar a un desamor en el imprescindible espacio de sus mejores recuerdos. Acompañamos a Marcela, el personaje, la narradora del libro, la voz que Silvia Molina le presta a otra mujer, o la mujer en que Silvia se mete con el buen juicio y la prudencia que parecen caracterizarla, para volverse loca en otra parte, más allá y más cerca de su oficina o su casa en el sur de la Ciudad de México; acompañamos a Marcela, repito, hasta San Lázaro, un puerto que bien puede ser Campeche y que resulta un lugar milagroso y entrañable al que vale la pena volver y al que las descripciones de Silvia nos invitan.
La protagonista de la novela es una mujer bien casada que da con un amor y sus promesas inevitables fuera de las fronteras del matrimonio. Y con más timidez que prisa, pero con menos temor que reticencia, se deja caer en él como en el irrevocable abismo que todo mortal que se respete anda buscando: nada menos que el absoluto.
Como otros hombres y mujeres del tardío siglo xx, Marcela parece empeñada en dar con el absoluto, un absoluto capaz de concederle a su vida razón de ser y no ser, causa de toda alegría y motivo de la más ardua desolación. En eso el personaje de El amor que me juraste se parece a otros personajes de Silvia Molina y es pariente emocional y cómplice inevitable de quienes perdimos el absoluto junto con la idea y la certeza de Dios y ya no podemos encontrarlo ni ahí, ni en la búsqueda de la salvación de otros, ni en la sola tarea profesional exitosa y bien cumplida, ni sólo en la placentera y alegre maternidad o paternidad, ni en la ardua, pero tantas veces feliz vida conyugal. Marcela abraza una pasión nueva, que rompe el orden de su bien llevado matrimonio, no sólo como quien abraza eso: una pasión, si no como quien abraza todo lo que puede apasionarnos, como quien abraza el absoluto. Y con la misma euforia con que lo abrazó creyendo que hacerlo era alcanzar el cielo, llora su pérdida como se llora la de Dios junto con su equivalente el absoluto. Y después de llorarla y de medir el mundo que la gestó y el que la espera, parece descubrir que ha llorado un equívoco, que el absoluto, que todo lo que nos hace desesperadamente felices e infelices, no puede caber en un solo hombre, ni en una pasión sola, ni en una sola pérdida, ni en un hallazgo único. Como lo aprendemos a diario y sin tregua, la vida está hecha de pasiones varias, de múltiples entuertos, de numerosos descubrimientos, de una sucesión sorpresiva y generosa de encuentros y desencuentros.
A esta conclusión nos deja llegar Silvia Molina haciendo que su personaje vuelva a la Ciudad de México, a su familia, a su mundo, ávida aún de otros mundos, pero dispuesta a asumir con desencanto y con sabiduría que para la avidez nuestra de cada mañana, no hay más sustento ni mayor consuelo que esa misma avidez, y que es viviendo como vamos saldando nuestras cuentas y pidiéndole a la vida que nos regale paisajes y pasiones nuevas, grandes emociones y pensamientos imperfectos que nos hagan creer que alcanzamos el absoluto aunque sea por el breve tiempo en que es posible alcanzarlo. |