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Mi familia y la Bella Durmiente cien años después El cuento favorito de María es La Bella Durmiente, y el tío |
| Hiriart, Hugo: Como una moneda |
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Hiriart, Hugo En Nexos, no. 83 Sobre Imagen de Héctor
Como una moneda
Conocí a Silvia Molina hace muchos años en una de esas curiosas instituciones conocidas genéricamente como "clases para señoras" (Fíjense en que no se dice "clases para mujeres", sino sólo para esa diferencia específica, las señoras). Pero pronto me di cuenta de que el grupo al que daba clases no era un salón de belleza intelectual dónde dar una manita de gato aquí o allá, sino otra cosa. Las señoras de ese taller eran, creo, más inteligentes y artísticamente ambiciosas que el común de las señoras.
La primera en destacarse del grupo fue Silvia Molina. Y nos hicimos amigos. Conocí a Claudio Molina, su marido, y también me hice amigo suyo. Conocía Silvita y Claudita, sus hijas, entonces unas niñitas muy seriecitas, conocí a Cata y a Cruz, a los oscuros perros con sus proles interminables, una variedad de perros pastores llamados, quién sabe por qué perros de Papantla. Varios años duró esa intensa frecuentación amistosa, nos juntábamos de seguro, aunque no únicamente, los viernes a comer con Juan Bustillo Oro, Mauricio Magdaleno y otros amigos, primero en el Club Italiano en la colonia del Valle y luego a la vuelta, en el Club Suizo. El Pelícano Martínez asistía al grupo, que por reunirnos los viernes Pancho Liguori llamaba "Los venéreos", y decía al verlos entrar, en honor a Robert Graves, "ahí vienen Claudio y su esposa la Molina". Conversábamos mucho y bebíamos mucho en larguísimas sesiones que tenían algo de hecatombe y de festín y algo de simposio. Silvia había publicado La mañana debe seguir gris, y gozaba ya de cierto prestigio cuando decidió ingresar a la universidad a cursar la carrera de Letras Hispánicas, un caso raro, como el de Eric Satie que ingresó al conservatorio después de haber compuesto Las gimnopedias. Terminó la carrera sin dejar de escribir. Porque en Silvia coexisten sin problemas una escritora y una ejecutiva de negocios, una persona seria y responsable capaz de organizar lo que sea. Es una creatura apolínea, constante y fiel, y no esa creatura de arrebatos, desbordes y cortos circuitos emocionales tan común en la fauna literaria. Esta reconcentrada disciplina con frecuencia da frutos inesperados: todavía no sabemos lo que Silvia sea capaz de hacer, quién sabe, ya veremos porque la veta está lejos de estar agotada, ya veremos. Paso a otros recuerdos. A mi hermano Humberto, que es dos años mayor que yo, siempre le ha gustado mucho la política y él fue el primero a quien oí hablar de Héctor Pérez Martínez. Me acuerdo que dijo: "hpm habría sido presidente. Miguel Alemán lo quería mucho; era su secretario de Gobernación. Pero se enfermó del corazón y se murió. Era muy simpático, dicen, y era un intelectual. Escribió libros". ¿Era un intelectual? ¿Un intelectual presidente de México? Cosa insólita. El personaje me atraía. Alguna vez tuve en mis manos el ejemplar de la Colección Austral de su Juárez, definido como fortuna por él como el Impasible. Después supe que había traducido a Paul Valéry. Pero yo no asociaba este curiosísimo ejemplar de la fauna política mexicana a Silvia Molina. Me enteré cuando fui con ella a ver a don Joaquín Díez Canedo para la publicación en Mortiz de su novela. Don Joaquín había conocido a hpm y, como tantos otros, había contraído con él una deuda de gratitud que ahora pagaba en su hija. Silvia había recibido en herencia no sólo las facciones, la inclinación intelectual, el don de gentes, el archivo y la biblioteca, sino un haz invisible de relaciones y de buena disposición. En el juego de las familias el trato hijo varón-madre es el más conocido y dramatizado; de la relación hija-madre je observado que con frecuencia es turbulenta y difícil; la del hijo varón con el padre es, en general, más limpia y se centra en que el padre ve a su hijo como extensión de sí mismo, mientras que el hijo quiere, necesita cobrar su propia identidad, justamente diferenciándose del padre. La relación hija-padre es la que me parece más opaca. No entiendo bien s mecánica. Con frecuencia he observado, sin embargo, en las hijas ya grandes, ya mujeres una especie de idealización secreta, de compromiso no declarado de confianza (y quizá de amor) con la figura paterna, con lo que resulta que la mujer ve a su marido (o amante o compañero) en los ejes de la apreciación del padre. Lo ve en la perpetua e incesante comparación, para bien o para mal de ingeio varón. El libro de Silvia Molina tiene como tema la cacería de este fantasma amoroso. No es propiamente un libro sobre hpm, no es, digamos una especie de biografía (cosa que estaría por hacerse e invito a Silvia a que vaya haciéndola), sino un extraño texto sobre esa zona de reverencia, temblor y ensalada emocional que es la contemplación del padre por su hija. El tema es, sin duda, grande y clásico, toca a los diferentes lectores discurrir sobre los méritos o deméritos de su tratamiento. Silvia era muy niña cuando murió su padre y no sé si podría repetir como muchos de nosotros esos versos del poeta que dicen (más o menos):
El día más importante de mi vida fue en el que descubrí a mi padre de perfil.
Porque no importa la edad que uno tenga ni el grado de familiaridad con la figura, siempre hay un momento en que la descubrimos, es decir que nosotros lo vemos a él, no él a nosotros, a él, aparte de nosotros, solitario y prístino, de perfil como en una moneda. |


