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Mi familia y la Bella Durmiente cien años después El cuento favorito de María es La Bella Durmiente, y el tío |
Hugo Hiriart o la disertación sobre lo inenarrable |
Hugo Hiriart o la disertación sobre lo inenarrable Silvia Molina
I Hugo Hiriart es un escritor parsimonioso y delicado. Un hombre dulce, un conversador entusiasta que toma todo con frenesí e interés, y un ser reflexivo e irónico. Su curiosidad no tiene límites, y su respuesta a cualquier estímulo es un razonamiento artístico detallado y juguetón, incluso cuando habla de cosas serias. Como buen filósofo, busca el por qué y el cómo de todo; y por eso utiliza la filosofía como un medio para acercarse a la literatura, y como un pretexto para ejercitar su pluma. La reflexión de Hugo es, pues, sólo una manera de ver, de observar el mundo; y el resultado, una serie de consideraciones y pensamientos estéticos, sobre todo cuando se acerca a diseccionar toda clase de seres u objetos (“artefactos” como diría él), palabras, esencias, sueños, o cuestiones sobre el arte y la imaginación. Hugo Hiriart, nacido en la ciudad de México en 1942, es un autor peculiar, desusado, difícil de encasillar, porque ha experimentado en todos los campos de la literatura e incluso en el arte. Ejerce el periodismo (escribe y ha escrito en varios periódicos, revistas y suplementos culturales como Excélsior, unomásuno, Vuelta, La Jornada, Proceso, Nexos y Reforma; es decir, ha escrito en publicaciones de todas las tendencias y de todos los grupos sin pertenecer a ninguno, sólo por su autoridad literaria), el ensayo (del cual hablaré con detenimiento), el teatro (como autor, director y productor), el guión cinematográfico (Novia que te vea ―ganadora del Ariel y el Heraldo por el mejor guión―) y Las caras de la luna; la novela y la literatura infantil; y también dibuja y pinta. Digamos que, en este momento, puede considerársele como el autor más erudito y creativo de México. En toda su obra, llena de imaginación, ha logrado un estilo único que lo sitúa de una manera concreta entre los escritores más interesantes de esta época. La prosa de Hugo, hay que subrayarlo, es elegante y precisa, divertida y graciosa. A veces, lo que dice es desaforado, como él, pero como lo dice es envidiable. Hugo Hiriart estudió filosofía en la UNAM y pintura en la Esmeralda, y actualmente se desempeña como director del Instituto de México en Nueva York, y en sus horas libres no sale de la biblioteca que tiene a dos cuadras del Instituto, de las librerías que se le atraviesan en cada esquina, de los cines del Lyncoln Center, a un lado de su departamento, y de los museos y galerías. La noche, dice, la tiene para pensar y la mañana, tempranito, para escribir; pero la verdad es que su curiosidad es voraz, y su ingenio no tiene descanso.
II Hugo Hiriart ha publicado cuatro novelas: Galaor (Premio Xavier Villaurrutia 1972), novela de caballerías mezclada con el cuento clásico de La Bella Durmiente; Dódolo (novela por entregas que vio la luz en Sábado (1979-1980), el suplemento cultural del periódico unomásuno, y la cual cambió de nombre una vez publicada en forma de libro por Cuadernos de Gofa (1981), y que es la invención de la civilización gofa y de los gofos (inventa todo, su historia, su filosofía, su arte, sus pasiones, etc), y La destrucción de todas las cosas (1992), una crónica de la conquista de México realizada no por los españoles, a la manera de Bernal Díaz del Castillo, sino por unos extraterrestres igual de autoritarios que las autoridades del gobierno mexicano a las que se enfrentan a principios del siglo XXI. “No voy a contar sólo lo que vi, voy a contar lo que vi y lo que me contaron los testigos. Lo que ni vi ni me contaron, lo imagino y escribo, como se hacía antes (hoy severamente prohibido).[1] Enseguida, viene El agua grande (2002), un libro difícil de encasillar porque es ensayo, pero es novela, con personajes a los que vemos actuar y moverse a lo largo del texto. Es un todo hilarante y desenfrenado en el que Hugo aprovecha para meter en la voz del Maestro muchas disquisiciones porque “todo está en todo” como dice el narrador que dice su maestro Oreja de Mono; y porque una cosa lleva a otra y es su estilo saltar de pormenor en pormenor. El narrador, alumno y maestro al mismo tiempo, nos cuentan desde el comienzo del mundo (del orden) hasta sus preocupaciones estéticas y sus fantasías literarias, pasando por sus ensueños filosóficos o sus meditaciones literarias. Una vez más, el juego, el juego y una fantasía que se permite mezclar las matemáticas con la anatomía, la música con los burdeles, a Tintoretto y a Marcel Sshwob con un gángster musulmán. Un libro, pues, en el que la sonrisa y la sorpresa van de la mano. También ha escrito más varias obras de teatro: Casandra (1978), La ginecomaquia (1972); Minotastás y su familia (presentada en el Teatro Nacional de Costa Rica y en Colonia, Alemania Federal, dentro del Festival Theater Wolt, 1981); Hécuba, la perra (estrenada en 1982); Intimidad (estrenada en el XII Festival Cervantino, 1984); El tablero de las pasiones de juguete, estrenada en 1985; Las tandas del tinglado (1985), Ámbar (estrenada en 1986; y publicada en Cal y Arena, 1990); Camille o la historia de la escultura de Rodin a nuestros días (estrenada en 1987); y Las palabras de la tribu, estrenada en 1988; Clotario de Moniax (1991), La representación o los peligros del juego (1993), La caja (1996), Simulacros (1997) y El caso de Caligari y el ostión chino (1999). Y entre sus cuentos infantiles se encuentran El último dodo (1983) y El vuelo de Apolodoro (1984). En su teatro, Hugo Hiriart ha hecho un poco de todo: ha perseguido a los clásicos poniéndolos al día, y los ha popularizado, dotándolos de un lenguaje cotidiano y juguetón, siempre enigmático; y se ha solazado con temas completamente extraños o raros o fuera de lo común, y ha empleado títeres, títeres y actores, actores y artefactos, artefactos y voces de actores… Hugo es como un hacerdor de prodigios teatrales, porque su fantasía no conoce de mesuras ni límites, y encontrará la forma de montarlos. Hugo concibe una obra y su escenografía, por lo general atípica, por eso dice que:
“Un cuento, una novela, un poema son juegos mentales. El teatro, en cambio, es juego mental y físico. El teatro se juega con actores, escenografía, guardarropa, luces, música. Requiere cierto oficio. Ese oficio lo aprendí como los niños aprenden el futbol o el ajedrez, esto es, jugando el juego. Creo que no hay mejor manera. En mi opinión, hay que jugar con ganas, pero sin darle demasiada importancia, sin hacer osos, con ligereza y espíritu deportivo. Esto es, el resultado es siempre menos importante que el hecho de haber jugado limpia e intensamente.”[2]
III Los ensayos de Hugo Hiriart son concisos y francamente placenteros por el dominio que tiene del idioma y por los temas objeto de su elección. Puede hablar de arte, de filosofía, del vuelo de una mosca, de literatura, de historia, de ciencia. Su veta ensayística resulta, para la literatura mexicana contemporánea una vuelta de tuerca, una novedad, una transformación. Sus ensayos han sido recopilados en varios volúmenes: Disertación sobre las telarañas (1981), Estética de la obsolescencia. El universo de Posada (1982), Vivir y beber (1987), Sobre la naturaleza de los sueños (1995), Los dientes eran el piano. Un estudio sobre arte e imaginación (1999) y Discutibles fantasmas (2001). No me detengo en el texto sobre José Guadalupe Posada porque no lo conozco (“Es un libro menor”, me dijo Hugo con humildad, cuándo le pregunté por él), ni en Vivir y beber, producto de su abismo alcohólico, y manual para entender y salir del alcoholismo, problema por el que él mismo pasó. Dice Hugo:
“Yo me siento tranquilo escribiendo ensayos, no me cuestan tanto trabajo, me muevo a gusto ahí. Después del ensayo lo más fácil es la novela y luego la obra de teatro. Lo más difícil es escribir un poema. Como la mosca que da vueltas alrededor del mismo objeto, en la literatura no son cosas distintas, es lo mismo!”. [3]
Disertación sobre las telarañas fue la recopilación, en su mayor parte, de la sección Balumba que Hugo tuvo en el suplemento Sábado. En la contraportada de la primera edición puede leerse: Los textos de este libro aspiran a acercarse a la tradición mexicana de la cuartilla solitaria y perfecta, la de Reyes, Torri; Novo y Arreola. Y lo cito porque al menos en esa época Alfonso Reyes era el gran maestro reconocido por Hugo. El libro está hecho, pues, de pequeñas perfecciones, y recoge toda una conducta literaria. Una conducta literaria que se parece mucho a su carácter, al carácter de un hombre ansioso por desentrañar las cosas y el pensamiento, y fantasioso, frenético y tenaz. Lo imagino de niño desarmando el reloj de su papá, intrigado no en el funcionamiento propio del aparato, sino en la relación del tiempo y el movimiento de las manecillas, y en el proceso de la desarticulación del artefacto, en el juego de armar y desarmar.
“Escribir literatura es jugar con posibilidades. Ahora, si x es juego, x tiene reglas, es condición, no hay juego sin reglas. Pero las reglas de la literatura, considerada como juego, son en extremo sutiles y variadas, y eso hace inagotable y muy difícil el juego. En mi opinión, siempre se pierde la partida (en la literatura no hay algoritmos de victoria) pero hay que tratar que la derrota sea honorable.”[4]
Al leer Disertación sobre las telarañas uno sabe que allí está un hombre observador y minucioso que conforma sus textos fiel a sus curiosidades Quizá la principal característica de la escritura de Hugo es que ha descubierto la relación que hay o que puede establecerse entre los detalles y las generalidades puesto que con frecuencia hace una conjunción delicada de su talento y el pormenor. El gusto por el detalle es una característica esencial en su obra. Si a este gusto le sumamos una prosa elegante, rica en vocablos y en adjetivación justa o renovadora, una prosa nítida, clara, poética, no podemos tener mejor resultado que sus textos. Hugo escribe comunicándonos infinidad de cosas, como quien ha mirado en lo que no puede narrarse, en lo que está detrás de las cosas, aquello que no vemos, que no se nos ocurre, que no nos atrevemos a decir. En el volumen titulado Discutibles fantasmas, nos entrega en su prólogo, su poética del ensayo:
“El ensayo limita al sur con el aforismo y la máxima, que son destilados de ensayo, y al norte o septentrión con el tratado que es examen exhaustivo de algo. De un lado Nietzsche vanagloriándose: (digo más en un aforismo que otros en libros enteros), del otro, por ejemplo, el enorme Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke (traducido entre nosotros por O´Gorman). Entre estos dos extremos heroicos se sitúa el ameno, libre y proteico campo del ensayo. Pero el ensayo se distingue del tratado por su irresponsabilidad gozosa. El único compromiso del ensayo es no aburrir; quitando eso tiene hospitalidad de tribu del desierto y lo admite todo: el chisme, la tentativa, la extravagancia, el juego, el dicterio, la cita de memoria, el coqueteo, la arbitrariedad. Y es ilimitado; cualquier tema es bueno para un ensayo, desde la sesuda disquisición sobre la realidad polítca hasta la receta de cocina y la mosca de Proust que Alfonso Reyes oyó zumbar. Todo se vale.”[5]
Entonces, ¿cómo son los ensayos de Hugo? Son eso, precisamente: un juego intrépidamente gozoso, una cancha, un terreno, un tablero donde el autor juega de un lado, y supone del otro al lector. En lugar de pelota o de fichas puede colocar desde a Búfalo Bill hasta a Kant. Sus ensayos son entrenamientos, retos, juegos literarios y estéticos sustentados en su honda formación y en su inmensa búsqueda. En ellos no sólo intenta conversar con el lector, responder preguntas que se plantea, ser claro y dar rienda suelta a su vocación de maestro, sino que hace algo inusual: disimular su erudición. Introduce, de pronto, un elemento perturbador, terrenal, vulgar en el sentido de popular, para atraer a cualquier lector. Dice por ejemplo en “Un arte menor” [6] (se refiere al arte de hablar con los niños): “Si estoy hablando, digamos, de que fui a Querétaro y digo “fui en coche, el coche verde que me vendió el Popochón cuando intentó irse a vivir a Milán…”. Es decir, de pronto un apodo como Popochón, hace que su pluma nos comunique algo así como “mis reflexiones están al alcance de todos. No tengas miedo de emprender junto conmigo el camino de la reflexión, porque te prometo que te vas a divertir. No hablo para filósofos ni gente sofisticada”. Con esto quiero decir, que además de la claridad, Hugo emplea un lenguaje inusual, y que el primero que se divierte es él. En sus ensayos hay muchos ecos y todos los reconoce Hugo, allí están presentes Las Sagradas Escrituras, la mitología clásica, los clásicos y los artistas de todos los tiempos (diríase que los retozos literarios de Hugo son las modernas Metamorfosis de las Cosas), los científicos… podría decir, para acabar pornto, que cualquier manifestación humana, le es cara y por eso la atrapa y la redescubre para el lector. Hay también en Hugo, como ya dije, una profunda vocación de maestro; una inusual delicadeza de maestro zen, animada por el profundo deseo de revelarnos algo, de guiarnos a descubrir el milagro que encierra una reflexión o la desarticulación de las reglas de una manera de ser, o cómo se arma una teoría o se admira un cuadro. En su obra Hugo, según lo confiesa él mismo, “no se verá ninguno de los temas importantes que se han tratado en la literatura; ahí está lo que a mí me gusta”.¿Y qué le gusta? Hablar de lo inesperado, reservarnos una sorpresa, bromear, festejar, meditar, filosofar, considerar, ocuparse, contarnos cosas, no confundirnos, sumergirnos en sus fantasías, enseñarnos a pensar, a ver, a discurrir, a sentir lo otro, a comprender el mundo, divertirnos con sus invenciones, con la talla perfecta de sus miniaturas. Si en Disertación sobre las telarañas están trabajados con minucia y con arte el ibis, el huevo, la mosca, los monumentos el péndulo, el alfiler, el tablero, el títere, la caja de música, la alfombra, el papalote, los estambres, las telarañas, y un largo etcétera, en Discutibles fantasmas trata también una pluralidad que va del cine a la música, del vuelo de una mosca al pensamiento de los niños, del ajedrez al futbol, de los fantasmas, por supuesto, de toda clase de fantasmas al miedo, de las brujas a los monstruos. Le interesa cómo captan los niños la música, cómo se hace un poema, de cómo da un ataque de risa, y eso nos lleva directamente a sus otros dos libros: Sobre la naturaleza de los sueños (1995) y Los dientes eran el piano. Un estudio sobre arte e imaginación (1999). En Sobre la naturaleza de los sueños (1995) Hugo razona en voz alta sobre este tema. No es un libro para sicoanalistas ni terapistas, no, es una larga reflexión en voz alta (una amena conversación), un ensayo, pues, a su manera, sobre lo que él cree que hacemos cuando soñamos. El libro es otra práctica de sus teorías y el mismo se encarga de enunciarlo: “En esta época de minuciosa especialización tal vez sea curioso para algunos asomarse a un libro donde puede hallarse qué sucede cuando una persona común y corriente piensa solitaria, detenida y largamente en un asunto que le interesa”.[7] Aquí nos acerca con su prosa siempre divertida y su afecto de maestro fino e interesado en que discutamos con él, a las preguntas que cualquiera puede hacerse en torno a los sueños: ¿Por qué soñamos? ¿Cómo soñamos? ¿Por qué nos acordamos de los sueños o los olvidamos? ¿Qué significan? ¿Cómo despertamos de un sueño? Está hecho de un sinnúmero de preguntas para soñadores y no soñadores. En este libro como en los otros, el lector no tiene más remedio que aceptar que el ingenio y el genio de Hugo van de la mano, que nos entrega un hilarante y jubiloso ensayo, lleno de recapitulaciones inquietantes y perturbadoras: “en los sueños no puede haber estilo”. [8] En los sueños no puedes leer un escrito. Si tú lees un escrito, tú ya sabías lo que dice. En sueños no puedes ver ni escritos ni nada, en sueños no ves, sólo conjeturas”.[9] El otro libro que he dejado para el final, Los dientes eran el piano es, desde mi punto de vista, un libro necesario para cualquier artista, y cualquier amante del arte, en cualquiera de sus formas. Un libro que no sólo nos enseña a mirar un cuadro, una tarde, un cuervo, una mirada, sino que intenta explicar desde su propia experiencia de qué manera la imaginación del ser humano se apropia de lo otro para devolvérnoslo hecho arte. El libro está dividido en cuatro partes: Variedades de la experiencia estética, La loca de la casa, el asalto a la belleza, y sobre arte y artistas. En estas cuatro partes hay de todo: estética, por supuesto, imaginación, erotismo, digresiones, teorías, cuentos, leyendas, animales, artefactos, seres imaginarios, etc. Pero hay sobre todo una invitación al análisis, a la reflexión, al gusto por preguntarse y preguntar. Tengo de cierto, que todo el trabajo de Hugo se basa en sus brevísimos ensayos “La oropéndola de plata o cómo hace su trabajo la imaginación”, y “Más sobre las irregularidades”. En el primero nos enseña cómo opera la imaginación por medio de regularidades. Si te imaginas un perro callejero, las regularidades serán que anda de aquí para allá buscando qué comer, durmiendo en donde puede, uniéndose a otros perros callejeros; pero si te preguntas por qué es callejero, tendrás una otra historia de regularidades, nació en la calle, su madre y su padre eran callejeros, etc “La imaginación, dice Hugo, opera consultando elencos de regularidades”[10] ¿Pero qué pasa cuando alteramos las regularidades de alguna manera? ¿Un caballo echado durmiendo plácidamente frente a la chimenea de una casa...? Pues que se entras en el terreno de la fábula o las disertaciones de Hugo, a quien le interesan o práctica en su prosa las irregularidades de la imaginación y del arte. Dice Hugo, por ejemplo, esta frase: “Voy a enseñarte mis animales que no comen”. [11] Lo dice a propósito de una reflexión sobre los monstruos: Una máquina que come o que tiene hambre, puede asustarnos. Un animal que no come, no hace peligrar nuestro pellejo. Yo creo que Hugo, apuesta en todos sus textos a bordear este aspecto de la imaginación: la alteración de las regularidades. Por eso mezcla todo en la batidora de su imaginación. Como quiera que sea, este libro es imprescindible para entender los mecanismos no solo de la imaginación y del arte, sino de la literatura. De la escritura de Hiriart puede decirse lo que él mismo puso en la de uno de sus personajes, si mal no recuerdo en la Disertación sobre los animales: “Vengo a narrar ahora lo que en su naturaleza es lo supremo, en su íntima complejidad y en todas su posibilidades”. Los sus ensayos Hugo ha elegido ciertos objetos, ciertas cosas, ciertas historias, ciertas teorías para hacerlos perdurar, despojándolos de su fugacidad y de su calidad efímera. Su observación del mundo es fértil, porque implica un enriquecimiento, nos dice algo que no sabíamos, nos enseña a ver, a mirar… Conversar con él, es entrar a un juego delicado del que nos da todas las reglas: “Mira, te voy a poner un ejemplo…, mira, esto viene de allá… aquello podría ocurrir de esta o esta otra manera…” Descifra sus inquietudes, sus preocupaciones, sus preguntas, desmenuzando las hipótesis paso a paso, sin pedantería ni erudición chocante. Con prosa elegante va atando cabos, penetrando a fondo, iluminándonos con datos precisos que cobran vida y se vuelven la poética de Hugo Hiriart, un elaborador de teorías (extravagantes, raras, dulces, hermosas) un escritor de nuevas metamorfosis, un escritor que raro, inquietante, lleno de devociones, de inteligencia maliciosa, de creatividad; y sobre todo, de generosidad pues cuanto escribe es para iluminar y estimular la imaginación y la creatividad de su lector. Hugo Hiriart es el niño travieso y desaforado de las letras mexicanas. 2004 [2] Hugo Hiriart, “Jugar”, Conaculta en la red: http://www.arts-history.mx/de_hito_en_hito/hiriart2.html [3] Morales, Enrique, “El único pecado imperdonable del arte es aburrir: Hugio Hiriart”, en México, Consejo Nacional para la Cultura y Las Artes, www.cnca.gob.mx/cnca/nuevo/diarias/300300/decomoes.html |